Por estos días la humanidad esconde sus penas y derrotas para seguir durante un mes las alternativas del Mundial de Fútbol, una de las drogas más poderosas que ha inventado el hombre en su larga historia evolutiva. Esta vez le correspondió a Qatar, el conservador y poderoso reino petrolero, organizar y ser el anfitrión de la fiesta deportiva más masiva del planeta.
Cada cuatro años, 32 selecciones provenientes de los cinco continentes disputan en cancha el trofeo que acredita que el equipo vencedor es el mejor del mundo. En esta ocasión nuestro país no logró pasar la difícil barrera del torneo clasificatorio sudamericano. Quedamos fuera y perdimos la posibilidad de olvidarnos por un rato de la inflación, la delincuencia, la migración desordenada y otros males que nos aquejan.
Una posibilidad que sí tuvieron nuestros vecinos de Argentina, Uruguay, Brasil y Ecuador, país con el cual Chile se enfrentó en los tribunales, luego que se detectara una irregularidad en la inscripción de uno de sus jugadores, que se probó que tenía nacionalidad colombiana, lo cual lo inhabilitaba para defender al representativo ecuatoriano. De nada sirvió el contundente fallo del TAS (Tribunal Arbitral du Sport) para las pretensiones nacionales y debimos conformarnos con ver el campeonato por televisión.
Entre las muchas rarezas que ha dejado la justa deportiva destaca la pintoresca declaración de la ministra del Trabajo argentina, Raquel Kismer de Olmos, quien pidió dejar en un segundo plano la lucha contra la inflación que desborda la economía trasandina, puesto que “un mes no va a hacer una gran diferencia, pero primero que gane Argentina”.
La polémica que desató al otro lado del alambre hizo que los opositores al gobierno de Alberto Fernández pidieran su cabeza, pues no compartieron el nivel de prioridades de la ministra y no le aceptaron que actuara como hincha en una situación que merece la mayor seriedad en su tratamiento. Al final, la sangre no llegó al río y se impuso la cordura.
Lamentablemente, no ha existido la misma sensibilidad y decisión para investigar las denuncias que desde 2016 ha hecho Amnistía Internacional en contra de la monarquía catarí por utilizar mano de obra forzada en la construcción de la infraestructura mundialista, específicamente “trabajadores que vivían hacinados, pagaban para ser contratados, no cobraban a tiempo y tenían sus pasaportes confiscados”, según consignó la cadena británica BBC.
En la misma línea, Human Rights Watch denunció en 2021 que los obreros extranjeros eran sometidos a “deducciones salariales ilegales y punitivas”, así como a “meses de salarios no pagados tras largas horas de trabajo agotador”. Ese mismo año, la prensa inglesa publicó que 6.500 trabajadores -provenientes de India, Pakistán, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka- habían muerto en Qatar desde que el país logró ser sede.
Las imágenes que trae la televisión nos muestran rascacielos y carreteras del primer mundo, autos de alta gama y lujosos centros comerciales. No obstante, por mucho que la monarquía intente mostrar modernidad, lo cierto es que solo está a disposición de unos pocos cataríes y en las barriadas obreras la constante es la pobreza y el hacinamiento.
Frente a esto, la Fifa mantiene hasta hoy un silencio cómplice ante las disposiciones locales que atentan contra los derechos esenciales de las personas y no respetan a las mujeres ni a las minorías sexuales, tanto que la delegación alemana debió desistir de usar un brazalete con los colores de la diversidad ante la amenaza de quitarles puntos. En un acto de rebeldía, igual se fotografiaron tapando sus bocas con la mano. Algo parecido hicieron los jugadores de la selección de Irán, que arriesgaron su vida y libertad cuando protestaron abierta y públicamente contra las autoridades de su país por la represión de la policía en las calles.
Es el otro Mundial, uno que se juega más allá de la cancha.