Fue un crack del dibujo y del jazz. Vivió la época dorada de ambos en Buenos y Bariloche. Los conoció a todos, al legendario boxeador el "Mono" Gatica, a Astor Piazzolla, "Pichuco" Aníbal Troilo y Osvaldo Publgliese, entre otros genios del tango. Vivió para contarla y se fue en abril del 2017. Este artículo de un periodista de Zona Zero, que escribió el prólogo de su libro dedicado al Cabo Savino, recuerda al inmenso personaje.
Por Claudio Andrade
Carlos “Chingolo” Casalla no recuerda el año en que sucedió. No le cabe duda de que estaba Arturo Frondizi en el sillón presidencial. Corría 1959 o 1961. No sabe. Pero lo que sí ha quedado grabado en su memoria es la figura insistente del “Mono” Gatica en la boite del Tabaris que funcionaba en un subsuelo de Corrientes al 800, en Buenos Aires. “Chingolo” tocaba la batería en una orquesta que hacía un poco de jazz, otro tanto de fox trot y tango. Mario Clavel se ocupaba de los boleros. Los fines de semana aparecía el “Mono”. Hinchaba. Paseaba su humanidad por las mesas con torpeza de ex campeón. Molestaba a las señoritas.
Se hacía notar. Una noche un asiduo dijo basta. Se levantó de su mesa y sacó un revólver. Lo puso en la cabeza del otrora famoso boxeador. “Te rajás de acá o te cago matando, negro de mierda”, lo amenazó. “Monito”, aunque ya no era veloz de piernas, salió con viento de cola de la boite.
Aquello ocurrió en esta vida. En el milenio anterior que es hoy un sueño en blanco y negro para “Chingolo”. El color en que se suceden las andanzas de su personaje El cabo Savino. Esta noche, siglo XXI, medio siglo después de aquella escena dantesca, en un chalet de Bariloche, acompañado por su segunda esposa, la escritora Carlota von Gebhardt, y a sus 89 años, habla de su creación como si fuera un amigo que está al caer a la cena. De un tío que anda por el desierto patagónico. “Era un civil que se hizo militar y se negó a tirarle a Juan Moreira a traición, entonces se hizo rebelde. Mantuvo los códigos de la institución pero andaba libre”, explica la génesis ficcional del reo.
El cabo Savino y el dibujante que protagonizó la Epoca de Oro de la Historieta Argentina se gestaron mutuamente durante la infancia del tal Carlos Casalla, transcurrida entre el microcentro de Buenos Aires y un campo de La Pampa donde su padre trabajaba. Mientras que el jazzman, en que también se terminaría convirtiendo, se hizo mayor en la noche porteña.
Por entonces (de los 40 a los 70) estaba nutrida de muchachos como Piazzolla, “Pichuco”, Pugliese, Canaro y otros. Chingolo formaba filas en las generaciones más jóvenes. Junto a él improvisaban Lalo Schiffrin, Baby López Furst, Enrique Villegas y Jorge Navarro.
Su familia lo bautizó “Chingolo” porque, como el pájaro, era pequeño y escurridizo. Creció hasta convertirse en un hombrón de 1,85 pero nunca perdió el yeite de la movilidad. Casalla recuerda hechos como sacados de un sombrero elegante y profundo. Cuando pibito jugaba a la lucha de sables con su hermano en La Pampa. Pero los sables no estaban hechos de madera. “Los encontrábamos enterrados en la tierra. Les pertenecían a los antiguos soldados que hicieron la Conquista del Desierto. Nosotros no teníamos ni idea de que teníamos la historia en nuestras manos”, relata.
Treinta años más tarde, Piazzolla lo saluda. Casalla está en el escenario de un café. Astor ya es famoso. Pero no ha venido a tocar. Hay una mujer que lo tiene loco. Los músicos lo saben. Ella anda por aquí. Este pasaje también ha quedado guardado en la biblioteca exquisita de su memoria.
“No se puede vivir de la música, solo unos pocos pueden. Para eso hace falta un representante, ir a Japón”, dice. Pero “Chingolo” apostó por otro rubro tan o más improbable que el dibujo, la historieta.
El artista remontó el azar en Editorial Columba. Y la pegó. Los productos de Columba conforman un great hit: “El Tony”, “Fantasía”, “D’artagnan” y “Nippur Magnum”. El éxito era tal que Casalla y sus amigos decidieron radicarse en la Patagonia. ¿Y si nos mudamos a una isla del Nahuel Huapi?, sugirió uno. ¿O a una playa privada?, imaginó otro. Probaron estos escenarios para volverse obscenamente felices. Una vez por semana enviaban por encomienda los dibujos a Buenos Aires.
Hoy “Chingolo” ha estado dibujando en su cabaña-estudio. Hay posters de su banda, “La Chingolera”. A un costado, su batería.
Casalla es un Aleph. Recuerda. En una esquina de la Diagonal Roca, un hombre ciego esperaba para cruzar. ¿Lo cruzo?, le preguntó Casalla, que era un jazzero respetado y un famoso dibujante. Borges, contestó, magro pero cortés: “por favor”. Del brazo fueron entonces “Chingolo” y Borges. Creador de Alamo Jim, El Cosaco y Perdido Joe, el uno; y “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, el otro. “Gracias”, se despidió el escritor que jamás sabría nada del cabo Savino.
El mes pasado Casalla fue el anfitrión del Premio Nacional de Historieta. Llevaba su nombre. 500 personas lo aplaudieron cuando subió al escenario de la Biblioteca Nacional. “Tuve que decir, un momento por favor, y me largué a llorar. Ahora sí, muchachos, dije, y hablé”, cuenta. Se acordó de sus amigos y maestros. Pensó que a Savino le habría gustado participar del homenaje. Tanto tiempo ha pasado, cabo, tanto que ya no sé.