Dijimos que antiguamente nevaba más que ahora, aunque los estudios meteorológicos digan lo contrario. Afirmamos que las percepciones y la memoria de cada uno de nosotros, los que vivimos momentos inolvidables en nuestra niñez cuando veíamos que se acercaba el otoño, con sus helados vientos de fines de marzo o en abril, era esperar la llegada de la primera nevisca del año que auguraba la llegada de otras nevazones cada vez más fuertes e intensas en el invierno; de esa nieve que se quedaba durante días en el pavimento, hasta que aparecía la temible escarcha, que disfrutábamos jugando con los amigos en los trineos.
Dijimos también, que esos recuerdos nos remitían a nuestra niñez. El barrio donde vivimos actualmente, lo era también en nuestra infancia. Señalaba el límite norte de la ciudad. A un costado teníamos la imponente Población Explotadora con sus grandes y gruesas casas de ladrillos de dos pisos; la Población Las Naciones recién había sido entregada a sus primeros moradores. Más hacia el norte estaba la mole del Estadio Fiscal y luego, el campo repleto de calafates donde hoy se ubican el campus principal de la Universidad de Magallanes y las instalaciones de Zona Franca. Un poco antes, se podía ver en medio de esta soledad un antiguo caserón que después pasaría a la historia como uno de los Night Club más famosos de la ciudad: la whiskería “Paraíso”. Y al frente, el imborrable Parque Don Bosco con sus árboles enormes, donde en un verano nuestro padre nos enseñó a jugar al fútbol. Mucho más allá alcanzábamos a divisar unas vetustas construcciones que después supimos que le llamaban “Museo del Recuerdo”. A veces, veíamos descender unas luces que se extinguían en el sector de Tres Puentes. Eran aviones de la Fuerza Aérea o de las líneas comerciales que hacían el servicio al interior de Tierra del Fuego que despegaban o aterrizaban en el viejo Aeródromo de Bahía Catalina.
Este paisaje idílico se vestía completamente de blanco en invierno. Competíamos con nuestros vecinos para crear el mono de nieve más original o el más grande. En esa época, a mediados de los setenta del siglo pasado, 1975 o 76 para ser más precisos, era común que las casas siempre limpias, estuvieran sin llaves ni cerrojos; casi todas tenían antejardín y pequeños, pero hermosos cercos de madera. Nadie usaba rejas con portones eléctricos como ahora.
Reiteramos que cuando emigramos a Santiago para continuar estudios superiores a fines de 1987, Punta Arenas mantenía ese aire de ciudad provinciana con veranos y sus grandes vientos con cielos anaranjados y rojizos, y los interminables inviernos oscuros con las infaltables nevadas, que empezaban a mediados de mayo.
Cuando retornamos al austro, nos reencontramos con la nieve que nos hizo volver en varios inviernos a ese paraíso que fue, nuestra infancia. Se nos viene a la mente la madrugada del viernes 31 de mayo de 2002. Esperábamos el inicio del mundial de fútbol Corea del Sur – Japón. De repente, vimos por una ventana que afuera comenzaban a caer pequeños copos. A la hora que terminó el partido, -cerca de las nueve de la mañana de Chile- se había desatado una intensa nevada, que se mantuvo hasta la tarde del domingo 2 de junio. Punta Arenas, pese a todos los avances en infraestructura (que las autoridades suelen ufanarse) se vio colapsada ante los requerimientos de vecinos para la reposición de los servicios básicos.
Disfrutamos viendo a los niños de esa generación que seguramente, igual que nosotros un cuarto de siglo atrás, esperaban ansiosos la llegada de la nieve. Vimos aparecer los trineos deslizándose por Avenida Colón, de cerro a playa; gente patinando en la Laguna del Regimiento Pudeto.
Parecido a lo que nos aconteció en julio de 2000. Viajábamos a Puerto Natales para una investigación. Había un frío terrible de cinco grados bajo cero. Amenaza de nieve. A la altura de Morro Chico oímos crepitar el techo del bus. Comprendimos que nos deslizábamos en medio de una tormenta de nieve que nos acompañó en Natales las siguientes 48 horas. Resultado: camino intransitable, bloqueado, imposible volver a Punta Arenas hasta nuevo aviso.
Recordamos entonces, la antigua historia acontecida en agosto de 1937. El camino viejo a Natales había sido inaugurado hacía un lustro. Antes de 1930, para llegar a esa localidad había que ir en barco o por una ruta polvorienta que se bifurcaba por suelo argentino. Eran ocho horas como mínimo.
En Punta Arenas, los diarios “El Magallanes” y “La Unión”; y las radioemisoras “Austral y “La Voz del Sur”, no se cansaban de informar del temporal de nieve que tenía aislado a Puerto Natales. Había una preocupación adicional. Durante diez días seguidos, los natalinos vieron en funciones de matiné, vermouth y noche, en el Teatro Palace la película “Allá en el Rancho Grande” con las actuaciones estelares de Esther Fernández y Tito Guízar. La góndola de Saturnino Fernández que traía la película y algunos pasajeros, quedó detenida la altura de Morro Chico.
La expectación cundía en Punta Arenas. Se supo, que la nieve caída había cortado el camino a Natales. Frustración para miles de espectadores que compraron entrada para ver el film en la Sala Azul (Palace) de nuestra ciudad. Las alarmas se encendieron cuando los aviadores civiles dijeron que no daban abasto para socorrer a las personas que estaban aisladas y abandonadas en la inmensidad de la estepa magallánica.
Entonces se ofreció una gran recompensa en dinero para quienes se atrevieran a rescatar la película. El 3 de agosto de 1937, los sportsman Ivo Stipicic y Hanning Willumsen transportados hasta el kilómetro 48 por Carlos Foretic, emprendieron de ahí en más, el trayecto en esquíes, para recuperar el film.
Cinco días después, Punta Arenas los recibía como héroes. “Allá en el Rancho Grande” se vio un mes entero en la Sala Azul. Stipicic y Willumsen desistieron del premio; prefirieron obsequiar el dinero a la Cruz Roja. Había triunfado el atavismo magallánico.