Mi abuelo materno, de ascendencia portuguesa, nació en Talca el mismo año que despertaba el siglo 20. Emigró con sus padres a Santiago siendo un bebé.
Casi no tuvo educación formal, pero sí la sabiduría de un hombre sencillo, trabajador, querendón, íntegro y buen deportista.
Fue y es un ejemplo en la familia.
Le bastaba mirar al cielo para saber cómo estaría el clima al día siguiente. También arreglaba sus zapatos con sus propias manos.
Entre otras muchas cosas útiles que hacía a la perfección, me enseñó a mantener engrasada la pelota de fútbol, a aserruchar madera y construir bancas y lustrines.
Con él fui al Estadio Nacional cuando Chile recibió a Pablo Neruda luego de obtener el Nobel de Literatura. De su mano iba a la escuela.
En nuestra casa celebramos cuando lo homenajearon como el árbitro amateur más longevo del fútbol chileno. Tenía 72 años y continuaba impartiendo justicia deportiva en las ligas santiaguinas.
Por estos días me pregunto si mi abuelo José, empleado de la Municipalidad de Santiago y fundador de uno de los clubes con mayor tradición del antiguo Parque Cousiño (actual Parque O’Higgins), hubiese calificado para integrar el segundo intento por dotar a nuestro país de una nueva Constitución, en los términos que definieron tras cien días de negociaciones los líderes de los partidos políticos con representación parlamentaria.
Tal como fue estructurado, el Acuerdo por Chile, a mi entender, es aristocratizante y tiende a dejar al pueblo llano fuera del Consejo Constitucional, que según se nos comunicó hace una semana tendrá la forma del actual Senado (50 integrantes) y será tutelado por un grupo de 24 “expertos” designados a dedo por el Congreso (12 en la Cámara y 12 en el Senado) para redactar desde enero próximo el anteproyecto de nueva Carta Fundamental y que podrán vetar el texto que emane del Consejo antes de ser sometido a un plebiscito de salida. Además, contempla un Comité Técnico de Admisibilidad, compuesto por 14 juristas (designados) y que funcionará como “árbitro” de las bases constitucionales.
Hasta ahí, el acuerdo indica que la clase política se apoderó del proceso y el pueblo soberano perdió el poder constituyente. En palabras sencillas, usted, yo, su vecino, el mío, no tendremos la oportunidad de plantear nuestras ideas en el seno de este exclusivo organismo, porque un grupo de personas -también entre cuatro paredes- decidió por sí y ante sí que no estamos capacitados para ello. Ni siquiera existirá la posibilidad de vetar el acuerdo, pues no se consideró un plebiscito de entrada.
Cuesta no creer que es una especie de vendetta de los sectores conservadores que vencieron en la elección del 4 de septiembre pasado y que rechazaron el texto constitucional propuesto por los 154 constituyentes de la Convención Constitucional.
Ese triunfo alentó en algunos la idea de que es posible repetir las condiciones que hicieron viable la Constitución de la dictadura, cuya redacción fue encargada a juristas designados que solo respondían a Pinochet y los miembros de la Junta Militar. Un mecanismo alejado absolutamente de la democracia y a espalda de la ciudadanía.
Desde que se conoció el acuerdo hemos sido testigos del intento de acallar las voces disidentes que han cuestionado legítimamente la propuesta, incluso se les ha tildado de díscolos por exponer las fisuras que muestra el diseño, sobre todo porque deja fuera de la discusión doce aspectos o temas que definieron como intocables (bases constitucionales o bordes), que no asegura la paridad de género, la adecuada representación de las regiones más pobladas del país (Metropolitana, Valparaíso y Biobío) y cupos especiales a los pueblos originarios.
Sin duda, la autocomplacencia de la clase política es el peor enemigo que enfrentará el nuevo proceso.