Estamos de regreso al pasado. Como en una película de Hollywood aunque se trate de un producción un poco tonta, de guion pobre y mucho plástico en escena.
Sectores de la sociedad y no precisamente los marginales, desesperan por recuperar un pasado glorioso al estilo de “Avatar” de James Cameron, donde una civilización primitiva y esotérica convive en términos ideales con la naturaleza. Un grupo empresarial hace peligrar este mundo de ensueños al ir por un recurso que se esconde en las profundidades de su planeta.
Parece una película. De hecho, es una película. Una historia de fantasía. Una ficción. Una mentira. El problema surgido en los últimos años, si bien la ideología se viene cocinando hace décadas, es que aquellos sectores quieren volver su sueño una realidad. No les importa que esa “realidad” jamás haya existido. Tampoco les importa que en el intento de concretar sus ideales dejen un rastro de pobreza y soledad.
Algunos de los actores sociales, económicos y culturales “comprometidos” no integran las camadas de neo hippies o de ambientalistas de la vieja guardia, titánicos luchadores de causas lógicas de preservación. No, nada de eso. Se trata de un puñado de ancianos multimillonarios que tienen como bandera un cartel cinematográfico de “Avatar”. Y su bandera alienta la guerra.
El proyecto es más o menos así: salvar a la humanidad de sí misma.
Pero como salvar a la humanidad no es barato, este grupo de nuevos iluminados que componen entre otros Yvon Chouinard, dueño de Patagonia Inc, David y Susan Rockefeller, Kris Tompkins, han puesto sus ojos en la Patagonia.
En la lista de “pro y contras” el sur de Chile y la Argentina tiene “pros” notables. Vive poca gente, sus paisajes cortan la respiración y los gobiernos o son indiferentes o aliados de políticas ambientales extremistas. En definitiva, las ONGs ecologistas, fanáticas, andan como Pancho por su casa.
Para la Patagonia el plan es bastante simple también aunque se lo quiera revestir de una cierta sofisticación ecologista. Se trata de convertir desde Puerto Montt hasta Tierra del Fuego en un gran parque nacional quitando de medio las culturas y actividades radicadas.
Para ello es indispensable bajar la densidad demográfica. Esto explica el porqué de la obsesión de los millonarios y sus ONGs aliadas, como Oceana, Greenpeace, PEW, entre otras, contra la industria pesquera y la salmonicultura. Justamente porque entregan trabajo a miles de personas. No apuntan contra el hidrógeno que es todavía una promesa ni contra el petróleo o el gas que requieren menos puestos laborales.
La hipocresía es parte del menú discursivo. El mismo equipo que imagina una Patagonia desolada revindica a los pescadores artesanales y a los presuntos descendientes de pueblos originarios. Ignorando o pasando por alto, depende esto del grado de su etnocentrismo, que cerca del 50% de la población chilena tiene descendencia aborigen. Chile es un país cultural y genéticamente integrado.
A principios de los 90, el gran pensador argentino, Juan José Sebreli anticipó lo que vendría en este paquete ideológico extasiado de primitivismo.
“Por otra parte, y al mismo tiempo que se iba disolviendo el mito del stalinismo surgían otros mitos políticos sustitutivos como el tercer-mundismo, el maoísmo y el guevarismo. Por ese lado el terreno estaba también preparado para el recibimiento triunfal de la antropología estructuralista con su exaltación del “pensamiento salvaje”, su idealización de los pueblos primitivos, su rechazo de la universalidad, la unidad y continuidad de la historia. El relativismo cultural, la primacía de lo
particular sobre lo universal, daban razones filosóficas a los nacionalismos, los fundamentalismos, los populismos, los primitivismos, las distintas formas de antioccidentalismo, el orientalismo, la negritud, el indianismo.
Hay pues una sutil, secreta coherencia en esa mezcla rara de filosofías académicas sumamente esotéricas e iniciáticas con movimientos revolucionarios que pretendían expresar a masas analfabetas y primitivas, aunque, en realidad, sus portavoces eran los profesores y alumnos de aquellas mismas universidades de elite”, escribió Sebreli en “El Asedio a la modernidad”.
Pero la fantasía continúa su camino y el gobierno de Gabriel Boric hace muy poco para contenerla. En este contexto la ley Lafkenche y su peligroso derivado llamado Espacios Costeros Marinos de Pueblos Originarios (ECMPO), funcionan como una herramienta ideal para los activistas de las ONGs.
En síntesis: le entregamos el territorio marino a pequeños grupos familiares “autopercibidos” para que los administren y en un mismo golpe de timón expulsamos toda actividad productiva. Desde ya esos autopercibidos tendrán también serias limitaciones para vivir del mar. Esa es la letra chica del contrato.
Los ECMPO pretenden preservar espacios ancestrales en un viaje al pasado que los militantes imaginan mucho mejor que el presente. Es un camino pavimentado hacia “Avatar”, pero “Avatar” es una película.
Este experimento brutal que soporta la Patagonia deviene de un ejercicio dialéctico de organizaciones extranjeras, de niñatos con nostalgia del Che Guevara (que los habría despreciado) y de habitantes de barrio progre que suspiran por la montaña y sus animales (que imaginan amigables).
Sus visiones hacen recordar a Timothy Treadwell un obseso de los osos grizzly en Alaska que decía protegerlos de la depredación de los seres humanos. Una acción que no se conjugaba con la verdad puesto que las bestias ya están protegidas y nadie los acosa en la región.
El famoso director de cine Werner Herzog hizo un documental del joven quien creía “entender” a los enormes animales y hasta les ponía nombres. El final es conocido y estremecedor. A Treadwell, que le gustaba documentar sus proezas, se lo comió uno de los osos. También a su novia. Sus gritos quedaron grabados en la cinta de la cámara y todavía se pueden escuchar en internet.