A menudo se escuchan voces sobre el aumento de la inflación, o desequilibrio económico causado en gran medida por la subida generalizada de los precios de bienes y servicios a causa de la mayor emisión de circulante o papel moneda.
Es un problema añejo, que en Chile fue preocupación esencial durante casi un siglo y que se acrecentó una vez concluida la Segunda Guerra Mundial. Desde 1945 hasta 1989 inclusive, nuestro país vivió altas tasas de inflación producto de los vaivenes de nuestra economía cuyos déficits fiscales eran financiados con emisiones que hacía el Banco Central. De esta manera, los gobiernos de Gabriel González Videla, Carlos Ibáñez, Jorge Alessandri, Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende sufrieron en carne propia los rigores de una alta inflación. En la administración de Ibáñez por ejemplo, se experimentó un índice de 84% en 1955, una cifra récord en ese tiempo.
En parte, esto se debió a la adopción del modelo keynesiano en la economía en donde el Estado adquirió un rol protagónico, que buscaba profundizar la “industrialización por sustitución de importaciones” (ISI) es decir, privilegiar el desarrollo de una industria nacional para favorecer el consumo interno. En síntesis, se comenzó a gastar más de lo que se producía, efecto negativo que se evidenció con mayor nitidez en el gobierno de la Unidad Popular y en los primeros años de la dictadura del general Pinochet en que la inflación superó los tres dígitos.
Por eso, los principales economistas chilenos que aplicaron los principios monetaristas de la Universidad de Chicago, De Castro, De la Cuadra, Barahona, entre otros, no podían creer en el virtual desplome de su modelo neo liberal en el invierno de 1982. El sistema financiero, amparado en la estrategia de fijar desde junio de 1979 el precio del dólar a 39 pesos produjo una sensación de estabilidad relativa y altos índices de consumo en la población en esos años, en que el régimen buscaba consolidar su programa institucional con el estreno de la nueva Constitución, que incluía una reforma laboral, la creación del modelo privado de pensiones, y la reestructuración total del sistema educativo chileno.
En paralelo, mientras se preparaba la nueva institucionalidad, surgían también los nuevos grandes conglomerados económicos, encabezados por los grupos Cruzat, Vial, Matte, Angelini, y Luksic. Sin embargo, para abril de ese 1982 los pasivos de los bancos superaban los seis mil millones de dólares. Se especulaba con el hecho que el país no tenía capacidad de pago para saldar el excesivo crédito contraído por el sistema financiero en el extranjero. Según un informe del Instituto de Economía de la Universidad de Chile, para esa fecha el país recibía más de mil 236 millones de dólares en créditos, cifra insignificante al lado de los mil 148 millones de dólares que el país devolvió en amortizaciones e intereses, sumados a los mil millones de dólares en la caída de las reservas. Diariamente el Banco Central destinaba alrededor de 22 millones para paliar la crisis que se veía inminente. En el plano interno la situación era alarmante. El Producto Interno Bruto (PIB) disminuyó un 14.3%, y el desempleo se elevó a un 23.7%. La deuda externa había aumentado de 3.500 millones de dólares en 1973 a 17.000 millones de dólares en 1982.
Los primeros síntomas de la crisis se hicieron ver ya en noviembre de 1981. Ese mes fueron intervenidos el Banco de Talca, el Banco Español-Chile, el Banco Linares y el Banco de Fomento de Valparaíso. A ellos se sumaron las intervenciones a las sociedades financieras Compañía General, Cash, Capitales y del Sur. Sin embargo, la voz de alerta a la banca llegó el 8 de julio de 1982. Ese día fueron liquidados, el Banco Austral de Chile y el Banco de Fomento del Biobío.
En este sombrío panorama, el general Pinochet nombró el 30 de agosto de 1982, Bi ministro en las carteras de Hacienda y Economía al académico Rolf Lüders, a quien, se le encomendó una tarea específica; ante el dramático escenario que se avecinaba, debía preparar una solución alternativa. Las opciones que disponía oscilaban entre dejar actuar al mercado o intervenir el sistema financiero desde el gobierno, frente a lo cual decidió que los grandes deudores debían pagar, salvaguardando a las empresas viables; el plan contemplaba que la banca debía asumir con su patrimonio 600 millones de dólares en pérdidas; a su vez, los ahorrantes deberían pagar unos 120 millones de dólares; otros 400 millones de dólares debían cancelar las entidades financieras que ejecutaban órdenes de compra y venta (los brokers), mientras que el Estado se haría cargo de otros mil millones de dólares.
En la noche del 13 de enero de 1983, Rolf Lüders habló por televisión. Se decretó la quiebra para las tres instituciones cuyo pasivo era superior tres veces a su patrimonio; el Banco Hipotecario de Chile (BHC); el Banco Unido de Fomento (BUF) y la Financiera Ciga. Otras cinco instituciones cuya deuda superaba una vez a su patrimonio total fueron intervenidas, el Banco de Chile, el Banco de Santiago, el Banco de Concepción, el Banco Internacional y la Colocadora Nacional de Valores; otras dos instituciones quedaron en observación, el Banco Internacional Hipotecario Financiero (BHIF) y el Banco Nacional.
El 14 de febrero de 1983, Pinochet pidió la renuncia a Lüders. Sin proponérselo, el Bi ministro había devuelto al Estado el control de la actividad económica como no se había observado desde la época de la Unidad Popular.
En las calles, el descontento social arreciaba; pronto aparecerían las primeras protestas pacíficas contra el régimen.