El “Frankenstein” de Mary Shelley, tenía el pelo largo y citaba a Plutarco. El “Drácula” de Bram Stoker estaba obsesionado por dejar Transilvania y vivir en la gran ciudad: Londres.
Por Claudio Andrade
De los clásicos presuponemos todo. O casi todo.
Pero lo que realmente sabemos muchas veces nos viene de oídas, de saberes populares y de películas.
Sacando a los amantes de la literatura, eruditos que llegaron al final de enciclopedias como “La guerra y la Paz” o “En busca del tiempo perdido”, los demás nos las hemos arreglados con fragmentos del basto universo ficcional.
Desconozco porqué, pero clásico me sabe a terror. A Drácula. A Frankestein.
Muchos años antes de adentrarme en la magna obra de Bram Stoker, me dejé tentar por la excelente y perturbadora novela de Anne Rice “Entrevista con el vampiro”. No fue en vano. Y a su modo la lectura del primer libro de la saga de atormentados chupasangres me sirvió de antídoto cuando tuve que exponerme a su versión cinematográfica.
Poco y nada de la oscura creación de Rice quedó graficado en el filme de Neil Jordan. Todo lo que Jordan insinúa, Rice lo desarrolla en su obra de un modo apabullante.
La eternidad como auténtico enigma a resolver por los condenados a la sed.
Con las otras dos grandes novelas de terror de todos los tiempos: Drácula y Frankenstein, la experiencia fue distinta.
Ambas estaban ahí, dando vueltas desde tiempos inmemoriales. Dibujadas a grandes trazos. Historias pendiendo de un imaginario hilo que conducía débilmente a la fuente original. La aparición del filme de Francis Ford Coppola, en teoría una reivindicación de la obra de Stoker, en el fondo no hizo más que reafirmar aquello que se decía del personaje, pero que estaba muy lejos de lo que el escritor había imaginado para él.
El “Frankenstein” de Mary Shelley, tenía el pelo largo y citaba a Plutarco. El “Drácula” de Bram Stoker estaba obsesionado por dejar Transilvania y vivir en la gran ciudad: Londres.
No importa lo que diga o haya dicho la publicidad oficial del filme de Coppola, el guión no sigue ni de cerca el argumento del libro de Stoker.
En la novela, los verdaderos héroes son los perseguidores del vampiro, entretanto que el adinerado Conde, es reducido a una bestia hambrienta que vive y muere nostálgica de una ciudad que no conoce.
Aunque hay una joven de por medio, y aunque esta es bonita y agraciada, el Conde está mucho más interesado en cambiar su oscuro castillo en Transilvania por una urbe cosmopolita, antes que por el cuello de la dama.
Con “Frankenstein” ocurre algo similar. La novela de Mary Shelley, llamada “Frankenstein o el moderno Prometeo”, difiere y mucho de la versión que llegó hasta nosotros.
Irónicamente también el filme de Kenneth Branagh fue promocionado como “la película del libro”.
La criatura sin nombre, a quien Víctor Frankenstein le heredó su apellido, pero que durante gran parte del libro éste sólo llama demonio, monstruo o cosas peores, muestra dosis de compasión para con los demás al comienzo del filme para después revelarse como un auténtico y colosal hijo de perra.
Un energúmeno que pudiendo ser grandioso siente tal desconsuelo por sí mismo y su fealdad, que prefiere dedicarse a ejercer el mal de la manera más cobarde posible.
Víctor Frankenstein tampoco sale muy bien parado. A pesar de su condición de hombre de ciencias y apasionado hijo y amante, su carácter deja mucho que desear.
Curiosamente en el mismo minuto en que consigue su propósito: darle vida a la carne, huye despavorido de su logro. Un hecho no menor que terminará condenándolo.
Que ninguna de estas incómodas alteraciones se encuentre en las películas debería servir como aliciente para adentrarse en su génesis.