Por Claudio Andrade
Acabo de terminar de leer “La universidad desconocida” (Anagrama) de Roberto Bolaño, un libro de poesía publicado después de su muerte y que no se parece demasiado a un libro de poesía tradicional.
De hecho, tiene más de vertiginoso diario de vida que de libro con pretensiones literarias. Y esta justamente tal vez sea esta una de las claves de la poesía de Bolaño, su falta de pretensiones, su ausencia de preciosismos baratos, de adjetivos que conllevan la dudosa misión de adornar (más aun) los adjetivos.
Juegos líricos, delicatessen de la escritura que podrían obviarse.
Bolaño elaboró su libro con la levedad de quien deja caer una frase sobre un papel arrugado que llevaba en el bolsillo. Como un trazo certero, luminoso y despojado que no quería perder para siempre en los rincones caprichosos de la memoria (y ahora el rimbombante soy yo).
Como una ocasión de decirse así mismo algo que no podía resultar desaprovechado. Alimento para futuros inviernos. Armas secretas.
Y así lo hace, así lo escribe:
No es una frase más destinada a integrar el mural de afirmaciones pomposas: todos llevamos un poeta dentro. Sólo que cada poeta posee su propia partitura y sus propios ritmo y melodía.
Al menos en mi caso, me gusta, me conmueve la idea de una poesía sin otras búsquedas que las que conducen al territorio de la honestidad. Ahí donde las palabras dicen lo que quieren decir. Donde se expresa el amor o el deseo, el miedo o la soledad, entre sumatorias cotidianas y recordatorios subrayados en hojitas amarillas. Ahí donde la vida pasa y pasa en estado puro.
En otro de sus poemas escribe Bolaño: