A empezar de nuevo…pero ojalá esta vez se haga como debe ser. No más quietud de ovejas ante el incremento de la brecha económica, el saqueo de recursos naturales y la depredación de nuestra hermosa pero delicada geografía
HACE MUCHOS AÑOS, en la universidad, un profesor ejemplificaba los conceptos ‘mitomanía-mitómano’ con un corto relato respecto de un individuo mentiroso que comenzó a gritar en una esquina de su pueblo que un OVNI había aterrizado en el cerro cercano. A los pocos minutos una multitud corría ansiosa cerro arriba para presenciar el arribo de la máquina alienígena. Incluso los periodistas del diario local pasaron presurosos por un costado del hombre de las mentiras, el que con cara de sorpresa concluyó que sí, que era cierto: un OVNI había llegado al pueblo, por lo que de manera entusiasta y muy convencido de la realidad del fenómeno se sumó a la multitud.
Mitomanía: manía de decir mentiras y/o contar cosas fabulosas inexistentes…pero esta manía, al profundizarse, se transforma en enfermedad y el individuo llega a creer que sus mentiras son ciertas.
He comenzado este artículo con un simpático ejemplo de mitomanía expresamente para poner el dedo en la misma llaga que el megaterremoto del año 2010 develó, sacando a plena luz una realidad dolorosa que había estado escondida tras las falacias propagadas –interesadamente- por los principales dirigentes de la sociedad chilena, incluyendo por cierto a dueños de medios de comunicación, empresarios y políticos (en este último caso, el asunto se refiere exclusivamente a los políticos del llamado ‘duopolio’, es decir, ChileVamos y NuevaMayoría).
A lo largo y ancho de estos últimos años hemos venido escuchando –casi majaderamente- que el nuestro es un país que se encuentra “a las puerta del desarrollo”, y para ejemplificar el aserto, las autoridades, los políticos del duopolio y el empresariado, así como los especialistas en economía que escriben en los diarios ‘oficiales’ de la república (ergo, en las cadenas Emol y Copesa), han recurrido una y mil veces a las odiosas comparaciones con las naciones que están –al igual que nosotros- dentro del mismo patio trasero norteamericano.
Que crecemos anualmente sobre el 4%; que nuestro PIB es uno de los mejores y más sólidos de Latinoamérica; que presentamos enorme seguridad política y financiera para los inversionistas extranjeros; que tenemos tratados de libre comercio con cien países, incluyendo a las potencias económicas; que vamos a la cabeza del avance tecnológico en la región; que los indicadores de pobreza señalan nuestra pronta salida del mundo tercermundista e ingreso al primer mundo; que poseemos uno de los mejores ingresos per cápita de América toda; en fin…que somos el descueve y que difícilmente dejaremos de serlo.
Bueno, eso nos dijeron durante décadas, y muchos chilenos creyeron a pie juntillas las falacias y fantasías que los gobiernos de turno -y los empresarios perennemente avaros- tuvieron a bien machacar a través de la televisión y de la prensa escrita derechista (en este caso, toda la prensa).
De nada sirvió demostrarle al país que los indicadores oficiales (como por ejemplo la CASEN) eran fraudulentos, viciados por los intereses de los grupos económicos dominantes que pertenecen y/o representan a las grandes transnacionales.
De nada sirvió demostrar a la nación que los índices de pobreza real superaban el 30%, muy distante del mentiroso 13% que muy orondos esgrimían los gobiernos de la NuevaMayoría y de ChileVamos, y que aplaudían los de la camarilla parlamentaria. De nada sirvió dejar en claro que el 70% de nuestro cobre se encuentra en manos privadas, las que pagan un impuesto risible de 6%, las que en los últimos ocho años se han embolsicado la friolera de US$120.000.000.000 (ciento veinte mil millones de dólares), y que no sólo se llevan el molibdeno y la plata (adheridas al cobre) sino también utilizan el 60% de los recursos hídricos de la zona donde una minera explota nuestro suelo para extraer el mineral rojo, el que ni siquiera es refinado en Chile.
Todo ello de nada sirvió, porque quienes criticamos tales asuntos jamás tuvimos el crédito de la gente…hasta que la naturaleza se hizo cargo de la situación y las sábanas de la falacia oficial cayeron al suelo, desnudando la cruda y dura realidad, esa misma realidad que mostraron las cámaras de la televisión internacional obligando a nuestros canales criollos a seguir sus pasos para no hacer el ridículo ni quedar como enfermizos mentirosos ante la opinión pública mundial.
Con el megasismo de 8,8º Richter de febrero 2010 el oropel y el papel plateado con los que se cubría al país se vinieron abajo. Fue entonces que el verdadero Chile asomó su cara real. Miles de casas añosas -levantadas económica y miserablemente a base de barro, paja y tabique liviano-, se desplomaron como castillos de naipes dejando ver la pobreza de sus interiores y la vejez de sus deteriorados mobiliarios.
Frente a lo que alguna vez fueron los frontis de esas viviendas, haciendo guardia a los retazos que perdonó el sismo, cientos de ojos asustados, de rostros fatalistas y labios balbuceantes, parecían suplicar a la divinidad celestial un perdón que en realidad no corresponde a nada etéreo, ya que la situación de desamparo y de futuro incierto se desglosa básicamente de la pobreza enclaustrada en una tarjeta plástica, la cual no pudo (ni jamás podría) sufragar mejoras sustanciales en la calidad de la construcción y, además, pagar una ubicación de mayor plusvalía general y no aquella –popular y dantescamente insegura en términos físicos- que se ubica en los márgenes del peligro.
Cuando el polvo de cerros, pampas y callejones volvió a asentarse sobre la corteza terrestre y el sol iluminó nuestro suelo horas después de aquella fatídica madrugada de sábado, los chilenos pudimos comprobar –a contrapelo y con los puños apretados- que éramos casi la nada misma como país, pues la mayor parte de lo que existe en nuestro territorio pertenece a entes extranjeros o a manos privadas… para Chile y su gente, nada, o muy poco.
No somos –en cuanto nación- propietarios del agua que baja de las montañas, ni tampoco dueños de esas montañas, ni de los puertos, carreteras, puentes, bosques, energía eléctrica y tendidos eléctricos, ni de los minerales, bordes oceánicos, ni de la fauna marina. El país llamado Chile no es propietario de nada…algunas escasas familias que habitan el lugar sí son dueñas del 60% de lo que en este territorio existe, pues el resto, el otro 40%, pertenece a empresas transnacionales a las que en verdad les importa un carajo la suerte y destino de quienes habitan esta república (nombre que de por sí parece que le está quedando demasiado holgado al Chile actual).
Desde hace 40 años importamos el 90% de los bienes económicos que utilizamos a diario. En estricto rigor ya casi no fabricamos nada, pues hace cuatro décadas comenzamos a surtirnos con productos extranjeros, desde medicamentos y repuestos electrónicos hasta fósforos y vajillas. Nos dedicamos a explotar de manera inmisericorde nuestra propia pacha mama, arrancándole de su vientre los minerales, los frutos y hortalizas, los bosques y la fauna marina, para enviar todo ello al exterior permitiendo que unas pocas familias y empresas engorden económicamente hasta la morbidez.
Como bien dije en un artículo escrito hace más de un lustro, Chile se convirtió en una nueva Las Vegas dentro del continente; muchas luminarias, oropel, farándula y fantasía…pero a la hora del arribo de los problemas, el país se percata de cuán débil y retrasado se encuentra.
Hoy, once años después de acaecido el terremoto del 2010, la dirigencia política y empresarial no puede discutir una verdad tan enorme como la cordillera: la mitomanía les había carcomido el alma y el seso. Mintieron con descaro y creyeron en sus propias fantasías.
¿Y nuestra inserción en la OCDE? ¿Y nuestra presencia en Haití y en la secretaría general de la OEA? Ello no mostró ni representó nada. Fue inútil, fue simple oropel. En esta segunda década del siglo veintiuno hemos constatado que nos asemejamos más a Paraguay, Bolivia y Ecuador, que a España, Australia y Nueva Zelanda. La televisión internacional, desde la perspectiva del desarrollo global, nos ha ubicado lejos de Brasil y detrás de Argentina.
¿Habremos de volver a la humildad de antaño, a ese provincialismo que nos caracterizó por siglos, pero que correspondía exactamente a la realidad, para desde ese punto reiniciar el camino?
Lo que está claro y resulta ineludible es que deberemos empezar de nuevo…pero ojalá esta vez lo hagamos como corresponde. No más quietud de ovejas ante el incremento de la brecha económica, ni ante el saqueo de nuestros recursos naturales y la depredación de nuestra geografía.
Para ello se necesita un gobierno distinto…en noviembre próximo está la posibilidad de instalarlo democráticamente.