A una semana del triunfo de la extrema derecha republicana en la elección de consejeros constitucionales, las declaraciones destempladas de algunos connotados militantes del partido de José Antonio Kast han puesto nuevamente sobre la mesa las ideas que los mueven desde la dictadura de Pinochet y que esperan plasmar en la nueva constitución.
Visto así, lo sucedido es la constatación de que estamos en presencia de un grupo intransigente y absolutamente convencido de que sus planteamientos decimonónicos pueden y deben tener cabida en el siglo 21, como si nada hubiera pasado desde cuando dirigían el país escondidos detrás de la Fuerzas Armadas haciendo ostentación de los privilegios que nunca han perdido.
Porque la derecha rancia, oligarca y feudal ha sabido imponer desde siempre su visión del mundo, sus valores y su forma de vida al conjunto de la sociedad, valiéndose para ello de la influencia casi incontrarrestable que ejerce a través de la política, la economía, los medios de comunicación tradicionales, la educación y la cultura.
Con la certeza de que nuestra historia está plagada de ejemplos que dan cuenta de la hegemonía que ejerce la clase dominante sobre los otros estamentos sociales, es posible entender la bipolaridad de pasar en menos de cuatro años de una revuelta callejera que casi hace caer al gobierno de Piñera a un proceso constitucional dominado a su antojo por los partidos políticos.
Dicho en términos coloquiales, la derecha la hizo de oro nuevamente, con un triunfo en las urnas que le permite sostener por el mango el sartén constitucional en que estamos inmersos y desde esa posición pautear a un gobierno que se dice progresista sobre lo que debe o no debe hacer en materia legislativa, aun cuando eso implique transar principios fundamentales del programa que le permitió llegar a La Moneda a Gabriel Boric.
Aunque la última derrota electoral del oficialismo está muy encima y fresca para sacar conclusiones y lecciones definitivas, es necesario por el bien del país comenzar a despercudirse y desmarcarse de la estrategia del miedo que permitió a los republicanos alzarse con un triunfo inesperado incluso para la UDI, Renovación Nacional y Evópoli, partidos que negociaron el acuerdo con el oficialismo y que también salieron algo trasquilados.
La hegemonía cultural que ejerce la clase dominante, teoría formulada por el italiano Antonio Gramsci en el siglo pasado, pese al tiempo transcurrido se manifiesta en la sociedad chilena actual de diversas maneras, las cuales deben ser consideradas al momento de intentar entender lo que hemos vivido como sociedad y principalmente cómo revertirlo.
Por ejemplo, la educación en Chile ha estado históricamente influenciada por la élite empresarial y tecnocrática, lo que se refleja en el énfasis en la formación técnica y científica en desmedro de las humanidades y las ciencias sociales. Asimismo, los medios de comunicación también reflejan la hegemonía cultural al promover ciertos valores y formas de vida. En nuestro país, los medios de comunicación masiva están controlados por conglomerados empresariales que tienden a perpetuar una visión neoliberal de la economía y la sociedad.
En tanto, la política ha estado dominada por la derecha y la centroderecha durante gran parte de nuestra historia, lo que ha llevado a la adopción de políticas económicas neoliberales y prácticas marcadas por la falta de participación ciudadana y la desconfianza en el Estado.
La hegemonía también se refleja en las artes y la cultura, que están influenciadas por la clase dominante y sus valores. En Chile han sido históricamente dominadas por una élite urbana y cosmopolita que tiende a sobrevalorar la cultura occidental y europea por sobre la cultura local y popular.
Es tarea del gobierno y de los partidos políticos que lo apoyan desenmascarar a la ultraderecha y mostrar a la ciudadanía su verdadero rostro. No hacerlo es hipotecar el futuro del país y claudicar ante el único partido que nunca quiso cambiar la constitución de 1980.