Todos los días de la semana, cuál más cuál menos, los hechos ponen a prueba la capacidad de asombro de la gente.
Solo basta apretar la tecla de encendido del control del televisor para entrar a una vorágine de imágenes que confirman que el mundo está convulsionado.
Alguien me dice que siempre ha estado así, que lo único diferente es que ahora estamos a un clic de conocer en directo esa realidad.
Vivimos la era de la hiperinformación y el conocimiento.
Planteado así, pareciera ser un momento de luz para la humanidad, pero no lo es, por la sencilla razón que no todo lo que se muestra en televisión, ni lo que se dice en redes sociales y medios de comunicación, es inocuo.
Todos los hechos, por triviales que parezcan, comunican.
Y eso, que es una máxima del periodismo, es la regla de oro para asimilar y entender la “realidad” que se muestra en los diversos soportes comunicacionales.
El periodista polaco Ryszard Kapuscinski, considerado guía y maestro por muchos de quienes ejercemos el noble oficio de informar, creó -sin proponérselo, probablemente- un método para contar historias que le valió ser considerado el gran cronista de la ola de movimientos independentistas en África y de los conflictos bélicos en el sudeste asiático y Latinoamérica.
Kapuscinski nunca reporteó sus temas en manada, como suelen hacerlo regularmente algunos colegas, lo cual solo termina por uniformar (una forma) lo que se quiere contar.
Él se hospedaba en pensiones humildes, nunca en hoteles de las grandes cadenas occidentales, pues estaba convencido de que estos eran “islas frente a la realidad”.
Abordaba los temas con “los ojos y los oídos abiertos de par en par, dispuesto a hablar y a sentarse a beber” con las personas, sin prejuicios.
En su trabajo la documentación era fundamental. Antes de viajar, estudiaba geografía, historia y cultura de los lugares que visitaba, se empapaba de su idiosincrasia. No dejaba nada al azar.
Su curiosidad era insaciable, tanto como la humildad con que se acercaba a las personas. Sus crónicas están repletas de narraciones de gente común y corriente, personajes secundarios de la historia central, pero que tenían el conocimiento real de los hechos.
Nunca tuvo miedo de entrar en terrenos desconocidos o denunciar las malas prácticas de los poderosos.
Sus armas: la empatía, la vivencia práctica, la curiosidad infinita, la documentación previa, su grabadora, la cámara fotográfica, una libreta y un lápiz.
Los estudiosos de su legado dicen que Kapuscinski “se quedaba cuando ya no quedaba nadie, que es cuando de verdad empiezan las historias, cuando los crímenes ocurren sin testigos, cuando las víctimas mueren en silencio”.
Desde el jueves pasado extraño en mis lecturas de los diarios al o la periodista que se atreva a desenmascarar a quienes estuvieron detrás o instigaron la encerrona que sufrió el Presidente de la República, Gabriel Boric, en el Encuentro Nacional de la Pequeña Empresa, que cada año organiza la Confederación de la Micro, Pequeña y Mediana Empresa.
Exijo que aparezca el Kapuscinski chileno que investigue la trayectoria política del anfitrión de la actividad, el empresario Rafael Cumsille, y establezca su responsabilidad y nexos con otros grupos que últimamente están empeñados en hacerle imposible su labor al gobernante, hostilizándolo hasta el hartazgo e intentando desestabilizar su gobierno.
Experiencia no le falta a Cumsille, quien en 1972 fue uno de los organizadores del paro nacional que antecedió al golpe de Estado y que en la actualidad, a sus casi 91 años, repite prácticas deleznables para imponer su visión de las cosas, sin intentar el diálogo y menos entender que los tiempos cambiaron.