Por Claudio Andrade
Dejar atrás la Argentina fue como salir de un capítulo de la Revolución Iraní siendo un político opositor. Caos y lágrimas contenidas en Aeroparque.
Dos o tres veces dudamos en lograr tomar el vuelo.
Mí último pensamiento antes de subir al avión con destino a Santiago fue: «esto es un kilombo».
Atrás había queda el recuerdo de formularios que no estaban anunciados debidamente; de gente, como uno mismo, intentando llenarlos mientras apuraban los empleados porque el vuelo «ya estaba embarcando», padres consternados porque no tenían el PCR de sus hijos, azafatas corriendo hacia el avión mientras los pasajeros las observaban convertidos en piedra dejar el mesón vacío, y varias docenas de argentinos a las carcajadas que se marchaban a Miami para vacunarse en el Primer Mundo.
Un avión de Jet Smart casi lleno y un viaje tranquilo dónde ofrecen comida y bebida. Uno no termina de comprender qué está permitido y qué no y porqué.
Arribar a Chile fue una extraña contracara. Al proceso de ingreso, que incluye la declaración de numerosos datos, el chequeo del test negativo hecho en Argentina, declaración de síntomas, direcciones en el país, documentos de identidad, ticket de embarque, y declaraciones juradas, se le suma un nuevo test de PCR que se envía por correo.
Detrás de los cubículos, militares armados.
¿Qué podría pasar que amerite un rifle de tales dimensiones?
La democracia es extraña. Y cuidar el orden público con las Fuerzas Armadas puede generar «momentos» escasamente democráticos.
Volviendo al test. Es imprescindible para salir «libre» luego de concluida la primera etapa de cuarentena.
El chileno o extranjero residente deben permanecer 10 días encapsulado. 5 en un hotel de Minsal, es decir asignado por el Estado (o uno de una lista autorizada), y 5 en un domicilio particular.
Si la persona salió del país antes de que se declaren las cuarentenas en marzo de 2020, no paga el servicio que incluye comida.
Los demás deben enfrentar un gasto de unos 450 mil pesos por persona.
Otro problema es encontrar el Boarding Pass de aquella salida que ocurrió hace más de un año.
No es fácil recorrer la Nube y descubrir entre sus cachivaches virtuales aquella prueba que nos ahorrará un dinero.
Como este cronista debe viajar a Punta Arenas tiene que hacerse otro test de PCR pero a su costo. Unos 55 mil pesos. Una cifra similar a la pagada en un laboratorio privado en Buenos Aires.
Los primeros 5 días los atravesamos en el Hotel Nova Park, un espacio limpio, austero y en muy buenas condiciones. La atención es amable y rigurosa.
Las jornadas sin salir a la puerta pueden convertirse en una eternidad. Pero cuando se tienen proyectos en mente, el tiempo se hace chicle.
Luego vendrán otros cinco días en un domicilio particular de la zona de destino. También formato burbuja.
Todo bajo la sombra inquietante del virus. ¿Me voy a contagiar? No creo que nadie escape a esta pregunta.
La pandemia nos cortó la posibilidad de encontrarnos y de movernos. Y la burocracia desarrollada para prevenir la propagación del coronavirus es una madeja Kafkiana. Una horrible secuencia de formularios y pantallas dónde se deben ingresar datos personales, números de tarjetas de créditos y nuevas claves, como si no fueran suficientes las que ya cargamos de antes.
El segundo temor que nos persigue es no ser capaces de completar toda la secuencia de trámites.
¿Quién podrá defendernos?
Por ejemplo, pagar un estudio de PCR con débito de la Argentina no fue posible para este cronista porque su banco Brubank no figura entre las opciones del menú.
¿Entonces? No hay otras opciones contesta una persona del laboratorio.
El sistema no lo permite. Es un hecho externo al mismo centro de análisis.
Entonces comienzan las corridas. Los llamados a la madre, amigos.
Los ateos volvemos a orar. En este viaje el periodista ha pedido ayuda divina en tres ocasiones.
Pero «so far, so Good», como respondía un norteamericano a quienes le preguntaban, desde sus ventanas, cómo iba la cosa mientras caía desde un enorme edificio.
Por ahora, vamos bien. Gracias.