En épocas con menos restricciones de expresión de lo políticamente incorrecto y de lo socialmente reprochable, los humoristas hacían de las suyas con una serie de chistes que comenzaban con un “No es lo mismo…”, y que no continuaré por respeto a la diversidad de sensibilidades que han convivido desde siempre entre nosotros.
Son mínimos civilizatorios (expresión de moda por estos días) que las minorías de todo tipo -castigadas durante años por el sarcasmo hiriente de algunos- han ganado luego de largas luchas porque se les respete en sus formas de vida y orientación. En verdad, es poquito lo que se nos pide si el bien mayor es el respeto por nuestros semejantes.
Este domingo me acordé del jueguito de palabras al que recurrían los cómicos de antaño luego de leer los resultados de la última encuesta de opinión Plaza Pública de Cadem, empresa que se ha especializado en entregar cada semana un estudio con las tendencias de opinión de la gente respecto de los temas que nos importan como sociedad y que afectan nuestra cotidianidad.
Como podrán suponer, el resultado no podía ser otro: los chilenos y chilenas están indignados, y con justa razón, por el escándalo que se destapó hace ya 24 días (16 de junio) en Antofagasta, tras conocerse el irregular traspaso de dinero desde el Serviu a la Fundación Democracia Viva y que puso en entredicho los controles que deben existir para fiscalizar el correcto flujo de fondos públicos a organismos no gubernamentales.
No expondré en esta columna los detalles del caso, ampliamente difundidos por los medios de comunicación y analizados y debatidos en La Moneda, el Congreso, los partidos políticos y en cada uno de los hogares de nuestra patria, pero sí opinaré acerca del fondo del asunto, es decir, la creciente corrupción que venimos observando desde hace décadas, sin que los organismos llamados por ley a detectarla, detenerla y erradicarla lo hagan.
A mi entender, la cuestión es bien simple, extirpamos ahora ya la corrupción que corroe el cuerpo social o nos convertimos en un Estado fallido incapaz de detener las lacras que nos amenazan permanentemente, porque no es lo mismo -dicho en buen chileno- meter las patas que meter las manos. En el diagnóstico y tratamiento no puede haber dos voces ni la clásica división entre oficialismo y oposición.
El problema de la corrupción nos atañe a todos y todas, sin distinciones de ningún tipo. En consecuencia, para enfrentar con decisión la tarea por realizar es prioritario dejar de lado los mezquinos cálculos de cuánto se gana o cuánto se pierde si se abordan las soluciones con la participación plena de quienes se considera adversarios políticos. Llegó el momento de oír con atención lo que se dice transversalmente al respecto, de activar un gran acuerdo nacional anticorrupción.
Transcurrido un poco más de un año desde que asumiera el mando el Presidente Gabriel Boric, los ciudadanos y ciudadanas no están dispuestos a seguir siendo indulgentes con las metidas de pata propias de la inexperiencia de quienes saltaron desde los movimientos estudiantiles a La Moneda. Eso que fue un plus al ser elegidos para gobernar el país, ya no es aceptable como excusa para no hacer lo que las circunstancias demandan.
Asimismo, es intolerable y condenable que algunos y algunas hayan traicionado principios morales y éticos para meter las manos en las arcas fiscales con la finalidad de beneficiarse individualmente.
Ya no hay margen para soportar un escándalo más ni tampoco que las autoridades sigan enterándose por la prensa de que existen inescrupulosos aprovechándose de sus posiciones en el Gobierno, menos cuando hasta hace muy poco pregonaban dar un corte radical a las viejas prácticas políticas que tanto daño le han hecho a Chile.