Progreso no era una palabra que rimara demasiado en Magallanes hace unos 50 años. ENAP había sido fundada dos décadas antes y en 1973 la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego comenzaba a despedirse de la región después de 80 años.
Lo que quedaba sobre todo para Puerto Natales eran esperanzas puestas en la pesca, en alguna industria que pudiera ser impulsada desde adentro y apenas unas gotas de un negocio que iba a tardar 30 años en alcanzar mayor envergadura como es el turismo.
Con muy poco que hacer en sus propias casas, los hombres de Natales partieron hacia la mina de Río Turbio (Argentina) y allí trabajaron dejando el alma y el cuerpo en una época en que la mina producía más de 1 millón de toneladas anuales.
Cuando los “viejos” bajaban recién pagados el pueblo era una fiesta y los comercios podían darle curso a aquello para lo cual habían nacido. No había muchos, por cierto.
Hasta principios del 2000 las casas de Natales tenían un valor bajo o accesible. Las propiedades con sitios de 10×48 m² podían conseguirse entre los 8 y los 14 millones de pesos incluso en pleno centro.
La baja estima inmobiliaria venía a confirmar que las proyecciones para Natales también eran escasas a pesar de que el turismo en el Parque Nacional Torres del Paine ya convocaba a extranjeros por cientos de miles y no por miles a secas como ocurrió durante gran parte de los 80 y 90.
Punta Arenas continuaba su camino como ciudad administrativa y sus búsquedas comerciales eran otras, pero en Natales nos comíamos las uñas y los poseedores de un vehículo 0K podían considerarse afortunados.
El progreso llegó en etapas extrañas y tuvo sus consecuencias. Una de ellas es que más de 2 generaciones conocieron la pobreza de la que tanto hablan los antiguos habitantes de la localidad.
El impacto presupuestario del cobre a nivel país, la aparición de la salmonicultura como un jugador casi inesperado en Ultima Esperanza, la obra pública y privada (derivada de la industria) y el impacto del turismo, ampliaron la base productiva local en poco más de 20 años.
Hubo un tiempo en que los puertos de Natales eran viejas armazones de madera gastada por el viento, la lluvia y el frío. Las casas de los pescadores estaban ubicadas sobre la costanera misma que hoy es uno de los paseos más bellos de la ciudad. A nadie se le ocurría pedir un sector de esparcimiento con luces traídas de Alemania y aparatos para sacar musculatura tal como terminó ocurriendo. La cloaca daba al mar, a los fiordos, en definitiva. No teníamos tampoco una planta de agua potable diseñada en Japón. Eramos pocos, unos 10 mil.
En una escuela bien popular, la E-5, se reunían bajo un mismo techo los hijos de pescadores artesanales, algunos de descendencia kawéskar, aunque esto no constituía un elemento de diferenciación, de familias de campo, de mineros. La escuela G-4 entraba en la categoría de “rural”. Tampoco había quien se imaginara que a metros de esta institución que dirigieron en distintos momentos Carlos Yañez y Saturnino Andrade (padre de quien escribe estas líneas) un día lejano iba a levantarse el Polideportivo Municipal considerada una sobresaliente pieza de arquitectura nacional.
A fines de los 90, recuerdo, Andrade elevó al Ministerio de Educación un proyecto para implementar una sala de computación. Rara vez escuchábamos conceptos tales “red” e “internet”, pero las computadoras eran una realidad insoslayable. El proyecto fue rechazado. Otro indicador de cómo se nos ninguneaba desde el centro político del país.
El olvido de lo que fuimos es uno de esos pecados que se cometen cuando las cosas andan bien. Hay generaciones que recuerdan cómo sus padres salían de pesca a los ríos los viernes para volver al día siguiente con algo entre las manos y llevarlo a la mesa. No era un deporte sino una acción necesaria.
Resultan extrañas las voces que pretenden convertir a Puerto Natales en un coto cerrado, para pocos turistas de elite, cuando Natales es hija del carbón, la pesca, la ganadería, el buceo. Es hija de la más rotunda humildad.
Se siente raro cuando familias descendientes de habitantes ancestrales realizan denuncias en Estados Unidos acerca de cómo son vulnerados sus derechos, como si Magallanes soportara una dictadura y hubiera familias que son objeto de violencia de Estado.
Se percibe fuera de lugar cuando ONGs extranjeras gastan fortunas en campañas para que los magallánicos, los natalinos, básicamente, sean expulsados de sus propios hogares, mediante acciones indirectas, entre ellas la sutura de toda posibilidad de desarrollo en esta tierra inhóspita. ONGs que son máquinas judiciales de frenar iniciativas productivas y decididas a quitarnos de en medio o someternos a la pobreza, otro concepto que los más maduros conocemos de memoria.
¿Cómo llegamos a permitir que ONGs con sedes en Europa o Estados Unidos determinen nuestro estilo de vida? ¿Cómo podemos ser tan pasivos de aceptar la evidente injusticia de que un foráneo que no tiene ninguna relación con nuestra historia de dolor y sacrificio nos trate igual que a seres inferiores sin derecho a decidir su propio destino?
El bienestar es primo hermano del olvido. No deberíamos olvidar cómo es que llegamos hasta aquí.