El 18 de octubre de 2019 vivía en Punta Arenas, la hermosa capital regional de Magallanes, la única ciudad chilena en que el sol se asoma cada mañana por la mar rizada por el viento indomable del Estrecho.
Un espectáculo de la geografía patagónica que todas las chilenas y chilenos debieran tener la oportunidad de presenciar. Sé que es difícil para la mayoría, cómo no, si el costo que implica viajar al sur austral, muchas veces aborta la intención de conocer este territorio aún salvaje en muchos aspectos.
Disculpe, lectora y lector, la digresión del tema central de esta columna, pero no puedo escribir sobre lo que vi hace dos años, sin mencionar que era un vecino más, que vivía en la céntrica calle Roca y compraba en un supermercado de Lautaro Navarro.
Por mi trabajo en un medio de comunicación local, fui testigo directo de cómo se fueron desarrollando los hechos que estremecieron a Chile, de norte a sur, a partir del estallido social.
Se ha repetido hasta el hartazgo que la llama que encendió la revuelta, no fueron los 30 pesos de incremento del precio del pasaje de la locomoción colectiva, sino los 30 años de acumulación de injusticias y desigualdades.
Lo que yo sostengo, con absoluta responsabilidad y convencimiento, es que la descomposición del tejido social e institucional era y es de tal magnitud, que se percibía en el aire que la situación no daba para más, aunque algunos todavía insisten en decir que no vieron la ola que se acercaba, cuya fuerza desencadenó un tsunami imposible de atajar, lo que evidencia el divorcio y distanciamiento de los políticos con la realidad.
Aquel viernes 18 vimos por televisión las imágenes de un Santiago que parecía arder por sus cuatro costados, sin que el gobierno se hiciera cargo de la gravedad del asunto. Esa misma noche, Piñera abandonó La Moneda para ir a celebrar el cumpleaños de uno de sus nietos en una pizzería del sector oriente. La insólita imagen, que se viralizó en todas las redes sociales, evidenciaba el desapego del mandatario con la emergencia.
La inusual represión de Carabineros ya cobraba sus primeras víctimas, un preámbulo de lo que vino después y que fue descrito en los informes de al menos cuatro organizaciones, como violación de los derechos fundamentales de los manifestantes, quienes masivamente se volcaron a las calles de todo el país para decir “basta de abusos”.
En Magallanes, el pleno de ministros de la Corte Suprema comenzaba en Punta Arenas su jornada anual de reflexión, lo que tensionó un poco más el ambiente cuando quisieron regresar, sin tener mucha certeza de la profundidad de la crisis.
El estado de emergencia decretado en un primer momento para algunas regiones, no tardó en extenderse a todo el territorio nacional y nuevamente salieron a las calles los militares, una imagen que nos recordó los peores momentos de la dictadura y la fragilidad de nuestra democracia, incapaz de encauzar institucionalmente las demandas ciudadanas.
A dos años de la revuelta, las condiciones que la propiciaron todavía están presentes. Quizás podemos diferir acerca de si fue o no correcta la intensidad de la protesta, pero no de sus causas. Eso no ha variado para nada; la corrupción, la violencia, la discriminación, la injusticia, el saqueo sistemático de las arcas fiscales, los candidatos a cualquier cosa mentirosos, las promesas incumplidas, el narcotráfico, las coimas, la vista gorda, la pobreza, la desigualdad, el abuso de poder, etcétera, etcétera, etcétera, siguen ahí.
Lo distinto, y que nos llena de esperanza, es el trabajo que está realizando la Convención Constitucional, que ha debido sortear todo tipo de obstáculos y el boicot solapado de las fuerzas reaccionarias, que se niegan a aceptar los cambios que exige el pueblo.
Este lunes, en medio de los diferentes actos de conmemoración programados, se iniciará la redacción de una nueva Constitución, que debe contener los sueños de un país más justo, solidario y fraternal.
Octubre es nuestro.