Pensar que estamos ante una disyuntiva artificial, sería un error mayúsculo. Al contrario, estamos ante una encrucijada esencial.
Lo que pasó el fin de semana pasado, en la segunda vuelta por la Gobernación de Santiago, nos obliga a repensar los derroteros de la lógica del neoliberalismo corregido y el progresismo atenuado, propio de la transición inconclusa, más de 30 años después. Dos fuerzas, supuestamente distintas, terminaron entendiendo que encontrarse en el centro, era una tarea primordial. Por un lado un remedo de origen popular, intentando edulcorar el discurso patronal y por otro, un veleta, que logró hacer de la indefinición, el combustible de su holgada victoria.
«Triunfo la moderación», fue la frase concluyente de la victoria de la ambigüedad, de la nueva y sucesiva proeza del centrismo y del éxito de la política con lógica de Cafrune. «No soy de aquí, ni soy de allá».
Desde la izquierda, no se pueden sacar cuentas alegres, después del triunfo pirrico de Orrego, el moderado. Es que, bastiones de la izquierda Chilena moderna, contada en clave Frankfurt, terminaron sonrientes, en la foto del triunfo de un ambiguo clásico, ni oficialista, ni de oposición, según propia confesión, que viene de doblegar a un facho básico, corriente, pedestre, que representó un ideario absolutamente ajeno al del mundo que lo auspició y lo vió cómo un pajarraco exótico, que, finalmente, no era más que una pobre ave de corral.
En esa contienda, la izquierda, o las resinas de ella, nunca tuvieron lugar. Mundaca de Valpo, sonaba más legítimo que el Orrego centrino, pero este último es menos desafiante y más conservador, más reformista, hasta más televisivo y no quedó otra que abrazarlo desde el oficialismo, aunque el receptor del cornetero ademán, se definiera casi majaderamente cómo «No oficialista». Nadie, desde la izquierda, se puede adjudicar el triunfo del domingo pasado, cómo una victoria propia. Derrotar a la derecha, es una cosa, decir que fue la izquierda la que triunfó en Santiago, es otra muy distinta.
El triunfo del Orrego centrino, está muy lejos de ser sinónimo de pirotecnia o festejo alocado. Al final de la contienda, hubo una serie de ideas que no estuvieron en el debate. Entre tanto slogan y lugar común, no tuvieron ni lugar ni espacio, los valores esenciales de la izquierda, ni las demandas más sentidas del mundo popular. En la mocha rasante de los Orregos (porque no fue más que una mera mocha), no hubo lugar para la discusión de transformaciónes de fondo, ni de ciudades pensadas más allá de las garras del capital, dónde pululan las «Sociedades del espectáculo», cómo las llamó lucidamente, el gran Guy Debord.
Dicho esto, no hay que asumir posturas rayanas en el autoengaño. Nos adormeció un debate fofo, entre un barra brava de camisa guayabera y un tradicionalista predecible y resbaloso. No ganamos nada y sólo perdimos. Es más, muchos se pusieron guantes para participar de una pelea a la que no fueron invitados de buena gana y tuvieron que entrar por la ventana.
El comienzo del fin, es el -casi bendito-, triunfo de la moderación y el conservadurismo, sobre todo cuando, aquellos que amamos el disenso, entendemos que la polarización da cuenta de dos o más posiciones diametralmente opuestas y siempre en pugna, contrarias al centro imantado, por el que se pelearon dos temerosos y serviles, uno de los propios y el otro, de los adversarios.
Es cierto, alguien ganó, pero lo importante es asumir, que otros siguen sin triunfar, aunque salgan en la foto saltando en una pata.