8 minutos, 41 segundos. Es lo que perdura en el éter “Purple Rain”, un poderoso clásico dentro de un disco poblado de grandes temas. Y en muchos sentidos, ese tiempo elástico, el que vive por fuera del que marca con frialdad un reloj digital, se nos hace insuficiente.
Algo pasa, algo se tuerce mientras escuchamos la voz de Prince y luego sus guitarras distorsionadas y después las armonías ambivalentes de sus teclados. Una especie de incorrección en la geometría del espacio. Un “esto no debería estar sucediendo”. Pero sucede y el tema termina.
Entonces lo ponemos de nuevo. Sólo para entrar en trance con la voz de Prince casi en susurros despechados: “I never meant to cause you any sorrow/I never meant to cause you any pain/I only wanted to one time see you laughing/I only wanted to see you laughing in the purple rain”.
“Purple Rain” (1984), el disco, es por supuesto también una película. Pero uno no puede figurarse la película escuchando el disco. La película es apena una anécdota que se suma a tantas y tantas otras anécdotas que componen, cual laberinto lujurioso, la vida afectiva de Prince. Una oda dulzona y complaciente a su figura de creador indomable. Un rito de iniciación cinematográfico.
Prince es el chico de la moto que muchos hombres hemos soñado ser. Aunque en su caso, además canta y además baila. Para colmo, una canción le alcanza para robar el corazón de la chica. Qué jugador.
El disco es un asunto muy distinto. Son universos separados por quien sabe qué barreras psicológicas. Son elementos rarísimos y valiosos los que le permiten a Prince elaborar desde un ideario naif verdaderas obras maestras de la música pop y pop por popular porque, en rigor, su sonido se ha vuelto inclasificable: pop, rock, funk, blues, clásico, vanguardia. Enorme ¡uf! que se mezcla y entremezcla.
Algunas de sus letras tienen la sencillez y la fantasía de un poema adolescente. Son versos tiernos, tontos, por lo que uno no puede más que dejarse conducir río abajo y enamorarse de ellos. Eso de: “Yo nunca quise ser tu amante de fin de semana/Yo solamente quise ser una especie de amigo/Baby, no podría sacarte de otra relación/Es una pena que nuestra amistad tuviera que terminar”.
Todo dicho sentado en una fastuosa máquina de dos ruedas, con el bendito jopo haciendo acrobacia sobre su cabeza y la guitarra como una espada del amor cruzada en la espalda. ¡Guau! Y decimos cien veces ¡Guau!.
Pocas canciones en la historia de la música contemporánea han alcanzado los niveles de éxtasis musical que caracterizan a “Purple Rain”.
El tema comienza con el rasgueo de unas notas en la guitarra eléctrica que se prolongan hacia un destino que, si uno la escucha por primera vez, no debería resultar fácil de adivinar. ¿Sigue o termina? Pero de inmediato aparece su voz desde el fondo un poco improbable de una habitación: “Nunca quise provocarte ninguna pena/Nunca quise provocarte ningún dolor/Yo sólo quería verte reír una vez/Quería verte riendo en la lluvia púrpura”.
Entonces el cielo se viene abajo. La lluvia púrpura cae torrencialmente y en el minuto 3, en el segundo 46, hace su aparición una vez más esa guitarra, el rayo eléctrico que estaba enfundado a la espera del momento justo. Como a un Santo Grial Prince la levanta y su llanto estremece la tierra.
El resto son capas y capas de humildes pero efectivos acordes. Metáforas de una pasión desértica que crece, se expande y desaparece.