En un inicio de mes de triunfo ideológico para la derecha y derrota para los propósitos de las coaliciones oficialistas, leo con atención la columna del reconocido arquitecto Miguel Lawner en el diario El Siglo.
Lawner Steiman, uno de los artífices de la construcción del edificio que alojó a la tercera Unctad en 1972, sostiene en su escrito que la dictadura en Chile aún no ha sido derrotada.
La dolorosa afirmación, a cincuenta años del derrocamiento por las armas del gobierno del Presidente Salvador Allende, abre una serie de interrogantes respecto de la feble democracia que hemos construido luego del fracaso en las urnas del dictador Pinochet.
A diferencia de Argentina, aquí no fuimos capaces de llevar a juicio a todos los autores intelectuales y materiales de las atrocidades y aberraciones cometidas durante diecisiete años en contra de miles de nuestros compatriotas, quienes por pensar distinto sufrieron secuestro, tortura, destierro y desaparición forzada.
La desazón del autor de la columna, exprisionero en el campo de concentración de la isla Dawson, surge a propósito del nombramiento a dedo por su partido -la UDI- de Hernán Larraín Fernández, cercano a la siniestra Colonia Dignidad y colaborador del régimen dictatorial, para integrar el nada democrático consejo de “expertos” encargado de redactar el proyecto de nueva Constitución.
La presencia impune del excanciller de Pinochet en ese organismo no es la única y exclusiva razón del justificado reclamo del nonagenario arquitecto, también está el ineludible y próximo nombramiento como presidente del Senado de Juan Antonio Coloma, quien cimentó desde muy joven su carrera política a la sombra de Jaime Guzmán Errázuriz, ideólogo del gremialismo y régimen militar.
Un panorama poco alentador si consideramos que hace un poco más de tres años la gente exigió en las calles un conjunto de demandas que hasta hoy no han sido satisfechas, entre otras, pensiones dignas, salud oportuna y de calidad y educación pública gratuita en todos los niveles.
En medio de la revuelta social, que se le escapó de las manos a la desconectada elite dirigente, la clase política interpretó que lo que se necesitaba para que no cayera Piñera era una nueva Constitución, nacida en democracia y redactada por constituyentes electos. Pero ocurrió lo impensado para muchos; a la vuelta de un año el texto fue rechazado por una abrumadora mayoría de chilenas y chilenos.
¿Qué pasó entre tanto?
Las hipótesis son variadas, tanto como las recriminaciones por la oportunidad perdida de reformular desde las bases el rumbo neoliberal de Chile, heredado de la dictadura y perpetuado por los gobiernos democráticos, que no supieron ni quisieron cambiarlo. Para qué si les resultaba cómodo y funcional.
No obstante, poco o nada se ha dicho de un fenómeno social que comienza a asomar y sorprende desprevenidos a los sectores que se denominan progresistas: uno de cada cuatro chilenos declara ser de derecha (26%), su mayor nivel en dos décadas y diez puntos por sobre los que se reconocen de izquierda (16%).
Según el Barómetro Cerc-Mori, que entrevistó a un millar de personas entre enero y febrero de este año, el viraje a la derecha habría comenzado luego del estallido social de octubre de 2019. En tanto, el centro político, tan sobrevalorado en la actualidad, retrocedió al 34 por ciento, muy por debajo del 52 por ciento que marcó en 1988, su mayor cifra histórica.
Es un baño de realidad admitir que nuestro país cambió, aunque no quizás de la manera que algunos previeron (me incluyo), sino más bien en sentido inverso. A la luz de estos antecedentes, creo que llegó el momento de analizar fríamente la situación e introducir las correcciones necesarias. No hacerlo puede pavimentar en el corto plazo el camino a La Moneda de las ideologías populistas de ultraderecha.