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Cazador de sueños [Columna de José Benítez Mosqueira]

Aquel mediodía de octubre de 1996 estaba en la sala con Enrique Ramírez Capello, cuando el sonido agudo de su buscapersonas lo obligó a suspender la clase.

Me hice cargo del curso, era su ayudante.

Al cabo de algunos minutos volvió, trémulo.

Le habían otorgado uno de los premios más deseados por los periodistas, el de la Embotelladora Andina.

Estaba aturdido.

No sabía qué hacer. Los alumnos se sumaron a la buena nueva.

La distinción se la otorgaron nuestros pares, ninguno apóstol del periodismo como él.

Vivió casi cinco décadas en permanente estado periodístico, aquel que no conoce de restricciones a la hora de informar.

En cierta oportunidad, ante la urgencia de la hora de cierre del diario, azotó su brazo contra un escritorio para escapar del yeso que le impedía contar las historias de desesperanza de un invierno inclemente.

Una cicatriz en su muñeca derecha recordaba la locura, la más dulce, la de cruzar el umbral de la rutina, la de quienes se consagran a su vocación.

El maestro, como solía llamarlo desde niño, cuando leía sus columnas en Las Últimas Noticias, era un fanático del tango, aunque no lo bailaba.

Fiel a la figura de Carlos Gardel, cada 24 de junio lloraba su trágica y temprana partida.

Alguna vez, en medio de una multitud de seguidores, en el bonaerense Cementerio de la Chacarita, le manifestó con un sentido discurso su admiración.

En otra oportunidad, no dudó en empuñar su lápiz para desmentir un rumor que ponía en duda la virilidad del Morocho del Abasto.

Estaba indignado, tanto que decidió dejar su columna semanal en blanco. Es la única vez que he visto algo así. La tituló “Silencio”. Y en la bajada, con tipografía minúscula, escribió: “Gardel se defiende solo”. 

En ese contexto, era ineludible que Carlos Gardel y Pablo Neruda, su otro ídolo, se unieran a Charles Chaplin y El Principito, en el departamento de la calle Ramón Carnicer, en plena zona cero de la revuelta social, aquel que encontró a la venta luego de seguir junto a Veruska la huella que dejaban las cartas abandonadas de un naipe inglés.

Fue su penúltimo hogar.

Antes vivió en Puente Alto, su amado pueblo natal, y en las setenteras Torres San Borja.      

En todas sus casas, su espíritu lúdico transformó bombas de aceite en lámparas que evocaban los almacenes de un Santiago que se fue.

También vi cómo herraduras, rieles y vetustas máquinas cosedoras se convertían en una escalera de caracol.

Sobre repisas y muebles, antiguas muñecas de porcelana, compradas en ferias persas, irradiaban nobleza.

En tanto, tropillas de briosos caballos galopaban por los bordes de los techos del departamento de Capello.

Así lo llamaban sus alumnas y alumnos, por su segundo apellido, más sonoro que el castizo Ramírez. Yo fui uno de ellos; también Maritza, mi fallecida esposa.

Durante años le “cobré” la nota con que calificó mi entrevista de recreación a Neruda. Esperé más de una década la justicia capelliana.

La idea surgió del propio maestro.

Una corte de apelaciones periodística sesionaría en el criollo Rincón de los Canallas, el del santo y seña “Chile libre”.

Después de perniles, arrollados y tintos, sometería al juicio de mis colegas el trabajo.

Tuvimos suerte, el día de la audiencia llegó a nuestra alegre mesa el cantante de tangos y boleros.

Fue tanta la emoción que provocaron sus sentidas canciones que olvidamos el motivo del encuentro. Nunca leí la entrevista imaginaria.

Aun así, nada impidió que ese nuevo rito se consagrara entre quienes integramos la orgullosa cofradía de los discípulos de Ramírez Capello; como las fiestas de disfraces, como las lecturas a cuatro voces de los versos nerudianos, como la primera clase, como el pan amasado por Magdalena -la fiel asistente del profesor- antes de visitar al poeta Jonás en El Tabo.

Hoy evoco la figura de este gran cazador de sueños, mi amigo y maestro, el periodista Enrique Ramírez Capello, quien hace exactamente un año, en plena pandemia, fue sorprendido por la muerte, tras la mala práctica del médico que infiltró su columna una década antes y lo dejó tetraparésico, alterando para siempre su existencia.