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Profetas y frenéticos [Por José Benítez Mosqueira]

Durante años nos hicieron creer que somos los ingleses de Sudamérica, con toda la carga positiva y negativa de esa arbitraria homologación.

Hasta el día de hoy algunos repiten con orgullo esa monserga, pues sienten que contiene virtudes que hermanarían a ambos pueblos, aunque lo cierto es que de ingleses no tenemos nada.

Somos un país latinoamericano, mestizo, y mientras más rápido reconozcamos nuestras raíces, más fácil será pararnos con identidad propia en este mundo diverso en el que vivimos.

No hacerlo perpetuará la dicotomía de pretender ser algo que no somos, de vivir las vidas de otros, de creer que las historias de príncipes y princesas también son parte de nuestra cotidianidad.

Creo que llegó el momento de abrazar con cariño al mapuche indómito y al andaluz versero que dieron origen a la chilenidad, sin dejar de lado a quienes han llegado con su cultura y costumbres a enriquecer y revitalizar nuestra gris idiosincrasia.

La transculturación que estamos experimentando es dinámica, traviesa, no pide permiso ni pregunta si estamos de acuerdo, cubre como una ola inatajable lo que hasta hace poco creíamos que era pétreo.

El estado actual de las cosas nos tiene desconcertados, frustrados, enojados, sentimos que se nos está escapando de las manos el imaginario de país que instalamos en nuestro inconsciente colectivo.

Nos hemos convertido en una masa informe de profetas y frenéticos.

Sí, tal cual.

Asusta dar una vuelta por las redes sociales, el ágora de estos tiempos, donde se reúnen el prohombre y el villano a discutir, discurrir y pelear sobre los temas más disímiles.

Está lleno de personas haciendo predicciones a partir de la interpretación, muchas veces antojadiza, de ciertos indicios o señales que creen ver o escuchar a través de los medios de comunicación.

Y al frente, o pegados a ellas, los enrabiados y furiosos, que expresan su enfado insultando con frenesí a todo aquel que ose exponer una idea contraria a lo que consideran un dogma.

Con nada de rubor admito que me divierte asistir a este espectáculo esperpéntico, en el cual reinan el dedito para arriba, el dedito para abajo, el corazón de me encanta, la cara roja de ira y la lágrima rodando cuesta abajo en su tristeza.

Cómo no hacerlo si los actores y actrices se esmeran en ofrecernos rutinas novedosas y audaces, sin que se les mueva un músculo de sus rostros.

Por ejemplo, la semana recién pasada entregó material suficiente para que profetas y frenéticos desplegaran sus vaticinios y odiosidad sin límites ni filtro sobre los constituyentes que redactan las propuestas de normas que se aplicarán por un tiempo acotado (de ahí que se les denomine transitorias) y que aún deben ser votadas por el pleno de la Convención Constitucional, paso previo e ineludible antes de que sean incorporadas en el texto definitivo que aprobará o rechazará soberanamente la ciudadanía el próximo 4 de septiembre.

Especular antes de que esto ocurra, sin siquiera haber leído el borrador, es propio de los agoreros y amargados de siempre, de esos que todavía creen el cuento de que somos los ingleses de Latinoamérica y que el himno nacional salió segundo en un concurso y que fue superado solamente por la Marsellesa.

Desde mi punto de vista, falta rigor y seriedad entre quienes deben conducir al país hacia un futuro que espero sea mejor que el presente.

La condición mínima es leer el texto del proyecto de nueva Constitución antes de verter una opinión definitiva.