La Roja está de luto [Por José Benítez Mosqueira]
Me declaro hincha furibundo del fútbol, el hermoso juego que inventaron los ingleses en el siglo diecinueve.
Lo practiqué con cierta regularidad hasta los sesenta años, precisamente en Punta Arenas, en el gimnasio de la liga Barrio Sur, donde alcancé a jugar dos partidos con mis compañeros de trabajo, antes de lesionarme y decidir colgar definitivamente los botines.
Provengo de una familia futbolera, mi abuelo materno fue el árbitro amateur más longevo de Chile. Impartió justicia deportiva hasta meses antes de fallecer a los 76 años.
Con ocho años, mi padre participó en la inauguración del Estadio Nacional en 1938. Desde ahí no paró más, su hábitat natural fueron las canchas del Parque Cousiño (actual Parque O’Higgins de Santiago), donde los fines de semana jugaban los clubes del sector.
Hoy disfruto viendo a Unión Española desde la tribuna Andes del viejo Estadio Santa Laura o frente al televisor, en el living de mi casa, donde sigo las competencias nacionales e internacionales.
Reconozco que desde hace un tiempo estoy medio atragantado por el derrotero que ha seguido nuestro fútbol, sensación que terminó de desbordarme el viernes pasado cuando sufrimos una doble derrota: en la cancha y en la sede la Fifa en Suiza.
Los dos pésimos resultados -esperables- son consecuencia del rumbo errático que han marcado los encargados de dirigir la actividad, quienes han sido incapaces de sostener por más de cuatro años los innumerables proyectos de recambio y proyección.
A mi entender, sin los logros internacionales de la Generación Dorada, este barco se hubiese hundido hace bastante rato, pues perdió su sentido social, integrador, identitario y lúdico, para transformarse en un reducto más de la especulación financiera de grupos económicos que arrojan todo por la borda cuando las utilidades esperadas comienzan a decaer.
Los hinchas hemos sido testigos pasivos del derrumbe deportivo, ético y moral, sin quejarnos mucho, salvo cuando se pierde y la frustración hace aflorar de mala manera los demonios que habitan en cada uno de nosotros.
La decisión de los mandamases del fútbol chileno de acudir a la Fifa para llegar por secretaría al Mundial de Qatar, no fue más que un manotazo de ahogado para cubrir el forado económico que quedó producto de la eliminación.
No es menor el déficit en las arcas de la Anfp, que contaba con los 10,5 millones de dólares (más de 8 mil millones de pesos) que reciben las selecciones que clasifican al torneo y juegan los tres partidos de la ronda inicial.
Eso sin considerar el retroceso que representa para los jugadores, que perdieron la más importante de las vitrinas para proyectar sus carreras profesionales.
Nuestro fútbol está en quiebra y ya comenzó a apretarse el cinturón, reduciendo las inversiones al máximo, lo que inevitablemente repercutirá en las divisiones menores de los clubes, tantas veces postergadas y a las que se les exigen triunfos sin hacer nada para fortalecerlas.
Son pocos los clubes que se ocupan de nutrir su cantera, buenos ejemplos existen, pero se pueden contar con los dedos de una mano.
Producto de ese desinterés por potenciar a largo plazo, los futbolistas chilenos maduran tarde y cuando lo hacen, los venden a precio de huevo a equipos extranjeros.
Con este tipo de prácticas cortoplacistas, tan comunes en nuestro país, estamos condenados a seguir siendo los convidados de piedra en las competencias internacionales.
De no lograr prontamente un pacto amplio de renovación de nuestro fútbol, la Roja seguirá estando de luto y los hinchas viendo por televisión el Mundial.
