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Construir puentes [Por José Benítez Mosqueira]

Desde el estallido social, chilenas y chilenos estamos sumergidos en un laberinto político que parece no tener salida y que por momentos se vuelve tedioso e insostenible a largo plazo.

Como suele ocurrir en nuestro país, acostumbrado al péndulo oscilante del blanco y negro, carente de matices, pasamos del adormecimiento cívico a una sobredosis de participación.

Valiéndonos de cualquier medio amplificador, queremos ser escuchados, expresar nuestros sueños, esperanzas, temores; decirles a los demás: “Yo también existo y esta es mi verdad”.

¿Es eso malo? No.

¿Es bueno? Tampoco.

Solo es parte de la existencia humana, con todo lo que ello implica. Nadie quiere irse de este mundo sin haber dejado una huella, un rastro positivo de su paso.

Los últimos tres años, cual más, cual menos, hemos tenido que tomar muchas decisiones que inciden directamente en nuestra calidad de vida y en las de nuestras familias.

Producto de la crisis social y política y posteriormente por la pandemia, sin ningún descanso de por medio que aliviara la angustia que producen los cambios bruscos, hemos tenido que incorporar el estrés a nuestra cotidianidad, pero todo tiene un límite.

La delgada línea roja, a veces imperceptible, que separa la razón de la pasión, ha sido sobrepasada y la violencia se ha convertido en la respuesta recurrente a la hora de dirimir un conflicto.

Y no hablo de los grandes temas país que nos preocupan y ocupan, sino del día a día, de las relaciones interpersonales, de cómo estamos contribuyendo a apaciguar los ánimos y a construir la paz social.

Sé que es fácil decirlo y difícil llevarlo a la práctica, sobre todo cuando las tensiones que motivaron el estallido social no han sido aliviadas y tampoco tenemos la certeza de que bajará la presión en el corto plazo.

No es una tarea fácil.

Se siente en el aire la crispación, sobrerreaccionamos a los estímulos, basta que dos columnas de manifestantes se crucen en la calle para que se arme una batahola incontrolable, como el salvaje enfrentamiento entre ciclistas y jinetes ocurrido el domingo en plena Alameda de Santiago.

¿Se miraron feo? ¿Alguien lanzó un proyectil? ¿Se dijeron algunos garabatos?

Hasta ahora las versiones son contradictorias respecto de la causa. Lo que vino después lo vimos por televisión, huasos y carretoneros arremetiendo contra los ciclistas, en una escena digna de Ben-Hur.

En ese escenario, altamente hostil, la gente siente como necesario poner distancia y replegarse.

La socióloga Kathya Araujo, profesora del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago, en entrevista con el semanario The Clinic, postula que “para que la vida en sociedad se conduzca de una cierta manera, para que tenga un grado de pacificación y sea una vida vivible, tienen que pasar varias cosas. Una de ellas es que las personas se sientan dignificadas. Otra cosa es que adhieran a respetar algunos principios de ese mundo común. Dignificación y adhesión a la vida en común son claves para definir cómo organizamos la vida en conjunto. Y eso es lo que hoy está puesto en tensión”.

A la luz de los acontecimientos, estamos lejos de sentirnos cómodos en el espacio común. “Como hay tensión, el espacio público es considerado cada vez más como el reino de la ley del más fuerte. Por lo tanto, hay que defenderse, protegerse, replegarse”, explica la investigadora social. A cinco días de la trascendental decisión de aprobar o rechazar la propuesta de nueva Constitución, el debate político continúa siendo simplista y binario. Al parecer, nadie ha reparado en que esta atmósfera es nefasta para tender los puentes de unión e integración necesarios para construir un nuevo Chile, más justo, solidario y fraternal, desde el lunes 5 de septiembre