Los amaneceres en el Estrecho de Magallanes son únicos e irrepetibles.
El sol despunta cada mañana por el mar.
En época de invierno, antes del amanecer, el cielo se enciende de rojos y amarillos.
Es difícil describir con palabras esos breves minutos en que la paleta de colores que despliega la naturaleza se hace infinita y tiñe el mar desde Tierra del Fuego hasta la costanera de la capital regional.
Un espectáculo que solo se puede presenciar en Punta Arenas, la única ciudad chilena que tiene ese exclusivo privilegio.
Hay que estar ahí para disfrutarlo en medio de un silencio que solo interrumpe el silbido del viento patagónico.
Ese idílico paisaje es alterado dos veces al año, cuando la fantasmagórica flota china de pesca ingresa en el maritorio de nuestro país, a la espera de que la Armada autorice su paso hacia el Atlántico a través del paso internacional bioceánico.
Impedidos de recalar en los puertos nacionales por no cumplir los estándares mínimos exigidos para la navegación de este tipo de embarcaciones, los desvencijados barcos asiáticos permanecen a la gira, hasta que un práctico de la Marina los guía hasta la boca oriental del Estrecho y viceversa.
Son los parias de los mares y sobre ellos se cuentan historias de encierro, esclavitud y espanto. Todo ello alimentado por el halo de misterio que envuelve su diáspora.
Hasta ahora no se conoce el testimonio de nadie que haya estado a bordo de una de estas naves oxidadas y la especulación periodística versa sobre la vigilancia permanente a que son sometidas en su tránsito por aguas chilenas, para evitar que ingresen a la zona económica exclusiva y arrasen con nuestros recursos marinos.
Durante mi permanencia profesional en uno de los dos diarios puntarenenses impresos, la noticia de los calamareros era pauta fija en julio y diciembre, casi siempre acompañada por rumores de desaparición de mascotas, principalmente perros y gatos. Algo que por cierto nunca pudimos verificar ni probar.
El tema era encomendado a las plumas más imaginativas y desopilantes, pues se requería dominar lo que en la jerga periodística denominamos “jaita”, es decir, la capacidad de transformar en crónica un hecho incierto, del cual se carece de antecedentes sólidos, confirmados y contrastados con al menos tres fuentes distintas.
Una breve investigación en archivos de prensa de hace casi una década arroja notas que consignan que “los tripulantes permanecían a bordo, sin desembarcar, porque eran delincuentes peligrosos en sus respectivos países y que pagaban su condena cumpliendo pesadas tareas, a cambio de un poco de comida, algo de agua, camarotes de pésima calidad y una paga menos que mínima”.
O este otro párrafo, publicado en BiobioChile.cl, el domingo 28 de mayo de 2017: “Casi una vez al año el tema vuelve a la palestra, más bien cada vez que las embarcaciones calamareras ‘se toman’ el Estrecho de Magallanes haciendo un alto a su ya discutida actividad en altamar. Basta observarlas para hacerse un juicio (o prejuicio si lo prefiere) casi insano. Y, más aún, toda vez que su tripulación es protagonista de una tragedia, como la acontecida el pasado fin de semana cuando un tripulante indonesio fue hallado muerto en el mar y más tarde se conoció de un segundo, desaparecido”.
Cinco años después de esa nota, la leyenda negra continúa viva, nutriendo los relatos más escabrosos que suelen contarse en torno de una mateada o de un humeante chocolate con churros en el salón de té La Chocolatta, de la familia Baeriswyl.
Lo cierto y oficial de los calamareros es que se les sigue de cerca, por mar, aire y
tierra, hasta que desaparecen de nuestras costas tal como llegaron, en medio de
los arrebolados y singulares amaneceres de la Patagonia austral.