Como en un conjuro propio del sur, “El director”, primera novela del sociólogo Javier “Rulo” Ruíz, envuelve una historia entre sombras, luces y chispazos de una realidad temida.
Hasta podría ser una suerte de falta ética nombrar a los actores que inspiraron esta muy buena obra compuesta en un esfuerzo frenético por su autor natalino, pero con raíces en Río Turbio y Punta Arenas.
¿Para qué? ¿Hace falta? ¿Sirve mencionarlos en esta misma crónica?
Alguna vez Rodrigo Fresán -y lo parafraseamos sin maquillaje– dijo que algo así como que se podía alcanzar la verdad partiendo de la ficción.
Ruíz da un salto mortal hacia otro lado, partiendo de una realidad irresuelta se juega el cuello en el planteo de una verdad a todas luces. Que si no fue así, debe tener cierto parecido.
Al contrario de lo que uno podría esperar “El Director” no es un libro de denuncia sino de revisión de los pensamientos y laberintos internos de los actores del drama.
Son algunos de ellos –chicos, chicas– los que actuando a su manera y por propia convicción quienes convierten el rumor en una campaña que desnuda a un director de un prestigioso colegio de Punta Arenas. Un criminal, un violador.
Con una pluma que se eleva a medida que alcanza su mayor inspiración y nos regala trazos exquisitos de inteligencia y buen gusto, Ruíz nos permite incursionar en la mente perversa del director. En su cuarto chico. Qué siente. Qué se dice a sí mismo. Qué les dice a los otros en la intimidad.
Este es el juego peligroso al que se atreve Ruíz: viajar y hacernos viajar a la mente de un desgraciado.
Curiosamente el autor presenta al director en varios momentos como un apátrida, un ser humano patético e irredento. Dios no lo perdonará, si hay tal cosa como un dios, y él lo sabe.
Ello esto, Ruíz profundiza. Abre el diafragma de la vida.
No lo perdonarán sus víctimas y seguirá su derrotero hasta el final. Un final en el que sólo hay más oscuridad y muerte.
El relato oscila entre la mente retorcida del director y una banda de chicos soñadores y temerosos que deciden tomar cartas en el asunto y mostrar a la sociedad lo que la sociedad conoce pero no quiere ver.
Una sociedad a la que Ruíz también se refiere a partir de pequeñas postales culturales. Ocurrentes. Necesarias.
El director es un animal desatado en el lugar preciso. Aunque esa ubicuidad solo es posible por la complicidad que le entregan sus pares, padres, la policía y la clase eclesiástica al más alto nivel.
Uno no termina de comprender porqué tanta desidia, tanta indolencia ante tanto dolor.
Ruíz tiene su propia teoría para esta pregunta: porque varios de ellos son tan retorcidos como el propio director.
La novela de Ruiz es el despertar de la inocencia en una comunidad donde un lobo vive suelto. Entonces el espanto deja lugar a la tristeza. El último acto del drama está servido. Debía pasar como en verdad ocurrió: la muerte de un adolescente.
Lo demás es la vida que no se rinde. Los chicos siguen sus rutinas transfigurados en adultos o aquellos que salen disparados a buscarse otros destinos.