Estas últimas semanas he visto con preocupación que la indolencia y falta de empatía se ha ido extendiendo con notable rapidez.
Los ejemplos abundan y lo que antes era una excepción, hoy es habitual.
Sin ir más lejos, hace algunos días fuimos testigos por televisión de un hecho dramático ocurrido en un espectáculo deportivo.
El cronómetro del árbitro marcaba el minuto 43, Christian Eriksen corría por una de las bandas de la cancha en búsqueda del arco contrario, lleno de energía, en plena Eurocopa 2021, defendiendo los colores de Dinamarca, cuando súbitamente se desvaneció y cayó pesadamente sobre el pasto.
Estuvo muerto durante sesenta segundos, ante la mirada atónita de sus compañeros, de sus adversarios y del público. Sólo volvió a la vida por la acción oportuna de los médicos y sus hábiles maniobras de resucitación.
Pero ese no fue el final, lo increíble vino después, cuando los integrantes de las selecciones danesa y finlandesa abandonaron el campo de juego consternados, y fueron presionados por los dirigentes de la Uefa para retornar y concluir el encuentro. Lo consiguieron, el show debía continuar, a cualquier precio.
Según trascendió más tarde, los amenazaron si no lo hacían. El ultimátum existió. Así lo denunció dos días después el padre del portero danés, Kasper Schmeichel, quien expresó que fue “una decisión ridícula de la Uefa y deberían haber intentando trabajar en un escenario diferente y mostrar un poco de compasión. No lo hicieron”.
Asimismo, a miles de kilómetros del estadio Telia Parken de Copenhague, en un atiborrado mall santiaguino, un hombre mayor se arrojó al vacío desde el quinto piso para acabar con su vida. Lo consiguió. La multitud, ajena al drama en curso, siguió comprando. En tanto, los encargados del centro comercial procuraban que las puertas se mantuvieran abiertas para los consumidores.
De manera diligente, una carpa azul de la policía rodeó el cuerpo inerte y cubrió la escena. La gente, alienada ante la inminencia de un nuevo encierro pandémico, siguió circulando, como hormigas, como si nada hubiera ocurrido.
En otra escena, real por cierto, un hombre, o lo que queda de él, extiende una de sus manos al paso de las personas que descienden presurosas a la estación del tren subterráneo. Nadie se detiene. Su menesterosa presencia ha sido invisibilizada por la muchedumbre ansiosa de llegar pronto a su hogar.
Todos lo esquivan, salvo un joven que hace el ademán de agacharse. El hombre lo mira a los ojos y como respuesta recibe un escupitajo. El tipo, riendo, corre por las escaleras y se pierde entre la multitud.
También leo sobre la “hazaña” de un youtuber que entregó una galleta rellena de dentífrico a un mendigo en Barcelona, grabó la escena y la subió a la web.
Suma y sigue, esta vez en Collipulli, en un caso que aún está en etapa de indagación, un número indeterminado de sujetos secuestró a dos supuestos ladrones, los torturó y descuartizó a uno de ellos. Justicia salvaje y rápida.
Podría seguir enumerando hechos de similares características, todos los cuales tienen un denominador común: la deshumanización, un fenómeno que ha sido estudiado y descrito por las ciencias sociales como un proceso que priva a un ser humano de aquellas características que identifican a la especie.
Sin duda, la sociedad contemporánea y sus bolsones de desigualdad, narcisismo, intolerancia e individualismo, ha contribuido fuertemente a que cada día perdamos un poquito más de humanidad y despojemos de sentido a nuestra propia existencia.
Lo paradójico -si así queremos entenderlo- es que la deshumanización es consustancial a la humanidad. Entonces, la pregunta es una sola: ¿Usted la dejará entrar la próxima vez que llame a su puerta?