Fogwill poseía algo que, en general, los escritores esquivan o jamás logran alcanzar por fuera de la literatura: estilo. Más allá de la ficción, Fogwill era cool. Como Paul Auster. Como Alan Pauls.
Su obra es un asunto aparte. La misma naturaleza del escritor lo obligaba a llevar una existencia escindida. Cuando uno de sus rostros no traicionaba al otro se complementaban.
Murió en agosto de 2010 y su leyenda sigue creciendo con los años.
Durante muchos años, antes de exigir que se le mencionara sólo por su apellido (como a Borges, Hermingway, García Márquez, Vargas Llosa), Rodolfo Enrique Fogwill se ganó la vida bajo el título de “especialista en marketing”.
Llegó a estar en la cima del universo publicitario. Hasta que cayó y en su declive se gastó lo que había juntado. ¿Recuerdan el eslogan: “El sabor del encuentro”? Bueno, lo creo él pensando en usarlo en una campaña de cigarrillos. Al final, sabemos que terminó en el escudo de la cervecería Quilmes, una de las más grandes de Latinoamérica.
En distintas entrevistas el autor descartaba la importancia de este trabajo tratándolo de mal menor, de un juego dialéctico que le ayudaba al Rodolfo Enrique ejecutivo a transformarse por las noches en simplemente Fogwill.
Fue exitoso en los dos ámbitos: el publicitario y el literario. Sin embargo, gracias al segundo se volverá eterno.
Tenía pinta de poeta loco. De Dandy a punto de atravesar el nuevo milenio. De ejecutivo de cuentas con los pájaros volados. De yuppie con onda. De literato adinerado. De playboy. De libre pensador de yate camino a la costa francesa.
Su obra más famosa, “Los pichiciegos” fue también la que menos le llevó escribir: 6 días de duro trabajo y 18 gramos de cocaína.
No fueron sus principios aunque si su entrada triunfal por la puerta grande de la literatura. Luego ganó un premio, y con la plata puso una editorial donde hizo realidad una parte de sus sueños, editar a tipos distintos. Escritores que podían marcar la diferencia en el panorama nacional como Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher.
Su funeral también fue un encuentro de generaciones. A Fogwill no lo soportaba un montón de gente del ambiente literario sobretodo por sus posiciones políticas, culturales o vivenciales. Y por la manera visceral en que las expresaba. Pero otros tantos lo querían y lo respetaban, sobre todo los jóvenes que se sentían escuchados y atendidos por él.
Fogwill no era un personaje fácil de digerir, podía resultar agresivo, huraño e impredecible. Era un nerd. Un avanzado para su época que como ciertas bandas de rock también comenzó a regalar algunos de sus “hits” en la web. Salvando esto, propietario de un verbo culto y muy creativo, siempre se mantenía siempre en la cresta de la ola.
Fogwill era ante todo un elegante surfeador de las cumbres literarias.
Sabía inventar. Desarrollaba personajes que a todos nos podían resultar vagamente conocidos y otorgarles alma y cuerpo. Un chiquillo disfrazado de militar y escondido en una trinchera en la Guerra de Malvinas, un explorador del primer mundo enamorado de una piba punk, un yuppie de los 80, un oscuro negociador de tandas de poder y dinero de los 90, un poeta aguerrido, un bohemio exquisito de camisas caras, un aristócrata del arte. Todos ellos humanos y humanoides de sus novelas.
Hace unos años conversé brevemente con él por teléfono, a propósito de una entrevista que nunca realizamos. “¿De donde me llama”, me preguntó, “Del sur, de la Patagonia”, le respondí. “¡Ah! ¡pero para hacer la entrevista usted va a tener que venir a Buenos Aires porque yo hasta allá no voy ni en pedo!”, remató y nos reímos un segundo sin llegar a ningún acuerdo.
Tiempo atrás mantuvo una extraña y divertida conversación con el periodista Martín Riva. Riva le preguntó: “Si bien es cierto que usted es una persona frontal (la mayoría de las veces que yo lo he leído en entrevistas), yo noto en su obra un deseo de cambio y de afecto a que la sociedad mejore, ¿puede ser?”. Y la respuesta de Fogwill es para un cuadrito: “Es difícil esa… No tiene nada que ver con el afecto, no tiene nada que ver con el afecto. Tiene que ver con la estética. Lo antiestético de la formación social me molesta, como sería lo antiestético de una frase, ¿no?; la fealdad de una frase. La sociedad es un texto mal redactado.”.
Luego le pregunta algo que viene a cuento: “¿Y cree que va a tener una relevancia posterior: no a nivel fama sino a nivel prestigio?”. Y el escritor concluye: “Supongo que sí; algo va a pasar. No va a ser, digamos, no va a ser Shakespeare ni Sócrates, pero bueno…”.
Pero bueno.