Siempre despertó mi curiosidad periodística la presencia en la Patagonia austral de un grupo activo de estudios liberales, un think tank que practicaba con devoción el culto que nació en plena dictadura de la mano de una selecta cofradía de tecnócratas y académicos formados en la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago, donde campeaba sin contrapeso la teoría de Milton Friedman.
La paradoja de los libertarios del fin del mundo es que mientras pregonaban menos Estado, paralelamente suscribían millonarios contratos empresariales con el Leviatán, el poderoso monstruo bíblico que oprime la libertad de los hombres y en su versión moderna cobra impuestos que le permiten desarrollar las políticas públicas.
En una región extrema como Magallanes la presencia del Estado es omnímoda y es comprensible que así sea, puesto que su desarrollo requiere de un impulso mayor que aquel que pueden otorgarle los particulares, que no arriesgarían nunca su capital en actividades poco rentables, pero estratégicamente necesarias, por ejemplo, la apertura de caminos y la construcción de carreteras.
En casos como el descrito, el sacrosanto mercado de los Chicago Boys cojea ostensiblemente y se hace a un lado para que el Fisco intervenga con su poderosa maquinaria inversora. Ahí, cuando les conviene, los adalides de la libertad económica piden a gritos regímenes impositivos y franquicias especiales, que por lo general no operan en el resto del país, donde la competencia suele ser bastante más salvaje y cruenta.
En teoría detestan al Estado y su rayado de cancha, que dicen que los aprisiona y atenaza sus cuellos, una visión extrema que cuando se impuso en Chile desmanteló todo lo que oliera a público para entregárselo a precio de huevo a inescrupulosos que solo buscaban el lucro y aumentar sus fortunas. Así se metieron en la educación, la salud, las pensiones y desmantelaron las empresas estatales.
Todavía pagamos como ciudadanos la fiesta desbordada de los economistas neoliberales, que transformaron a Chile en un laboratorio de experimentación social de primer nivel, donde el estado de bienestar fue erradicado para reemplazarlo por uno de carácter subsidiario, con chipe libre para hacer y deshacer.
Míster Friedman falleció hace dieciséis años y aún algunos le rinden culto, aunque su teoría haya mostrado en la práctica su total fracaso. Pero a sus apóstoles criollos cada cierto tiempo les embarga la nostalgia e intentan revivir al maestro. Esta vez, ante la ausencia del original, trajeron a su hijo, David Friedman, que sin ser economista como su padre, es idolatrado por las actuales huestes neoliberales, que ven en él la continuidad de una obra a su entender inconclusa.
Como un rockstar, Friedman junior se presentó a tablero vuelto la semana pasada en el Teatro Municipal de Las Condes, ante un público que esperaba ansioso escuchar de su boca las ideas que dan sustento y confirman las “certezas” que los mueven. Y su histriónica puesta en escena no los defraudó, incluido un ataúd para sepultar definitivamente al socialismo y no al neoliberalismo, como sostuvieron algunos días antes en La Moneda el Premio Nobel Joseph Stiglitz, la economista Mariana Mazzucato y la filósofa Elizabeth Anderson, férreos detractores de ese modelo.
Los promotores del encuentro reconocieron más tarde que la presencia en Santiago del autor de “La maquinaria de la libertad” y principal exponente del anarcocapitalismo no era casual, sino más bien una especie de contrapeso para intentar equilibrar la acción antineoliberal de Stiglitz.
Los autodenominados libertarios se niegan a desaparecer de la faz de la tierra sin dar batalla y de Arica a Magallanes proclaman “verdades” como estas: “Si no estamos seguros de los efectos que tendrá (el calentamiento global), es mejor no hacer nada, solo observar” o “no debería importar la desigualdad, sino que todos se hagan más ricos”.
Que el diablo nos pille confesados.