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La paradoja de los políticos veteranos ante un nuevo escenario [Por Miguel Sierpe Gallardo]

Nadie podría discutir que es importante y honesto hacerse una autocrítica de quienes hemos participado de la política desde la recuperación de la democracia, por supuesto que es valorable aquel análisis, siempre y cuando sea un análisis transparente y contenga una evaluación ecuánime de los 45 años vividos desde la vuelta de la Democracia, pero es muy diferente cuando se critica pretendiendo no involucrarse en el escenario que se cuestiona. En esas condiciones se pierde la credibilidad de un análisis que pretende lavar la imagen de los que participando ahora se hacen los “Larrys”.

Pretender pasar piola en tu permanencia en un partido político, donde has influido decididamente, durante largos años y descubrir que todo se ha hecho mal, no parece honorable, más cuando espontáneamente te ubicas donde más conviene, la derecha más rígida tiene la primera prioridad de asumir el poder, entonces que mejor que ubicarse con los ganadores, tengo la impresión que los chilenos aún valoramos la consecuencia, incluso de los que no piensan como nosotros, estas actitudes resultan profundamente llamativas y contradictorias, observar cómo figuras influyentes de la política, tras décadas de militancia y ejercicio público, hoy se declaran desencantadas por la supuesta incapacidad de la política para responder a las necesidades sociales. Quienes llevan más de treinta años participando del quehacer público, defendiendo proyectos, pactando alianzas y promoviendo reformas, de pronto acusan que el sistema ha sido incompetente, que la institucionalidad ya no sirve, y que toda la construcción democrática ha fracasado en coordinarse con el pulso real de la población.

Esta mirada, cargada de autocrítica interesada, revela una inconsistencia profunda: en vez de asumir su cuota de responsabilidad en el estado actual de las cosas, se desliza hacia una desvalorización de los avances en derechos civiles y sociales, tildándolos de “retrocesos” o de “debilitamiento moral”. Así, lo que en otras décadas era celebrado como progreso fundamental, la ampliación de derechos, la inclusión, la diversidad y otros aspectos hoy se ponen en tela de juicio, atribuyéndole cierta culpa en la pérdida de cohesión o la crisis de autoridad.

Lo más inquietante, sin embargo, es la nostalgia creciente por el autoritarismo. Se escuchan voces que, con un aire de superioridad moral, reclaman la restauración de un “orden firme”, de una mano dura, casi como si fuera una voluntad divina. El discurso autoritario vuelve a tomar fuerza, pintado como la respuesta a la “debilidad” de la democracia, cuando en realidad surge como un síntoma de la frustración y del temor ante las transformaciones sociales y la complejidad de la vida contemporánea.

Esta paradoja del político experimentado que, después de décadas en el poder, concluye que la democracia no sirve y añora el autoritarismo— es una radiografía de los desafíos actuales de la representación política. Más que soluciones simples o nostalgias peligrosas, urge un compromiso serio con la autocrítica, la renovación ética y la profundización democrática, reconociendo los logros alcanzados y afrontando de cara los límites y errores del pasado.

No puedo no mencionar el respeto que merecen quienes siempre han tenido una postura transparente defendiendo sus puntos de vistas que no comparto, no obstante merecen mis respetos y en esto involucro a ambos extremos, tanto al partido Comunista, como al Partido Republicano y me parece injusto colgarles a priori la actuación de sus símiles en otros países.

Por Miguel Sierpe Gallardo