Preocupación es la palabra que más se repite en el gobierno y el alto mando de Carabineros para referirse al creciente desinterés que muestran los jóvenes por integrarse a las filas de la policía uniformada.
Y no es para menos, si se ponderan las exiguas cifras que se conocen de las postulaciones de este año, que en todo caso son concordantes con la caída que se ha producido en la última década.
Hasta hace dos meses, menos de tres mil interesados se habían inscrito para participar en el proceso de ingreso a la escuela que forma a los suboficiales, cuando lo usual era alrededor de diez mil.
Algo similar ocurre en la que prepara a los futuros oficiales, donde se contabilizaban menos de cuatrocientas postulaciones, cuando lo habitual era más de dos mil.
¿Crisis vocacional? Sin duda. ¿Las causas? Múltiples y de diverso origen.
Una de ellas es que la sociedad ha evolucionado y las oportunidades de hacer carrera en otras áreas menos riesgosas se multiplican. Sí, es un argumento atendible para explicar el fenómeno, pero no es el único ni el más potente.
La sostenida degradación de las instituciones de orden y seguridad chilenas es un hecho que pocos se atreven a rebatir; y si lo hacen, es de manera muy tibia, como si en esa acción se jugaran su propia credibilidad.
Es que las evidencias del desmoronamiento son muchas y se acumulan, sin que hasta ahora ninguna autoridad competente se atreva siquiera a mirar si los fundamentos del derruido entramado están en condiciones de seguir soportando tanta grieta.
De ahí que llamen profundamente la atención las medidas propuestas por el Ejecutivo durante esta semana para revertir la situación y que apuntan a reforzar la asistencia jurídica, en caso de que los funcionarios se vean involucrados en procesos judiciales; mejorar los salarios, especialmente en los grados iniciales, y dotar de fluidez a los ascensos.
No obstante, esos incentivos materiales son insuficientes si no se introducen cambios sustanciales que apunten a la modernización de la casi centenaria institución, que ha perdido la confianza y arraigo que alguna vez tuvo en la ciudadanía. Desentenderse o intentar soslayar lo evidente, no hará más que agravar la herida ya gangrenada.
Eso también lo han experimentado otras instituciones, como la Iglesia, que aún no se sobrepone a la avalancha de denuncias por abusos cometidos en todo el mundo por los miembros del clero, principalmente contra niños, adolescentes y minorías étnicas.
La milenaria organización religiosa ocultó durante siglos la basura bajo la alfombra, hasta que se acumuló tanta que fue imposible seguir sosteniendo tanta aberración.
Aprender de los errores -u horrores- para no perpetuarlos, parece ser cada vez más difícil, sobre todo cuando los sectores conservadores se resisten al cambio.
Pero no se trata sólo de constatar la realidad, sino de cambiarla, algo que este gobierno y los anteriores, no se han atrevido a hacer. Al menos, con la fuerza y profundidad que se requiere para mejorar.
Un primer paso es perderle el miedo a los conceptos de reforma, modernización, profesionalización, control externo, los cuales apuntan a lo mismo, refundar un servicio que es fundamental para la comunidad.
Los cuidados paliativos que se busca aplicar en Carabineros no apuntan a devolverle la salud, sino más bien a atenuar las molestias y dolores que se producen recurrentemente en el organismo.
Quedarse en la superficie, apenas raspando la cáscara, perpetuará el desapego juvenil y prolongará la agonía.
Ahora es cuando.
Dejar pasar más tiempo o simular que todo está bien, es mentir y endosarle a las futuras generaciones la responsabilidad de solucionar un problema que se arrastra por la desidia, cobardía e inacción de quienes han gobernado desde el retorno a la democracia.