Lo ocurrido en la Plaza Brasil de Iquique es un lanzazo en el costado de la tolerancia nacional.
Los más desposeídos de los desposeídos, los migrantes forzados, tratando de rescatar sus escasas pertenencias del desalojo ordenado desde Santiago, es una imagen que no debe volver a repetirse.
Nunca más.
El desbande de niñas y niños, inocentes de todo, huyendo despavoridos de la brutalidad de una policía militarizada que obedece órdenes y nunca reflexiona sobre los métodos que emplea para cumplirlas, borra de un plumazo la idea del Chile que queremos.
Lo que vino después, al día siguiente, en la marcha antiinmigrantes, excedió todos los límites del fanatismo desbordado, incluso el de algunos participantes, quienes debieron proteger con sus cuerpos a los venezolanos que tuvieron la mala fortuna de cruzarse con la muchedumbre.
Las piras encendidas en la costanera iquiqueña, atizadas con pañales, coches, colchones y carpas, solo son comparables con la brutalidad nazi contra los judíos alemanes en la fatídica “noche de los cristales rotos”.
Algunos dirán que lo ocurrido es la respuesta de una comunidad cansada de convivir a diario con la miseria y de sufrir la incapacidad de las autoridades de entregar soluciones a la diáspora venezolana, colombiana, haitiana y dominicana.
Es atendible la molestia, pero en nada justifica los ataques a las familias.
Si quieren hacer públicas sus demandas de una vida tranquila, deben dirigir el mensaje -con nombre y apellido- al responsable de la emergencia que se vive en Arica y Parinacota, Tarapacá, Antofagasta y Atacama: Sebastián Piñera Echenique.
El presidente de la República, con sus acciones atolondradas y ególatras, es el gran responsable de la inmigración desordenada de personas que buscan un lugar donde poder desarrollarse y progresar, pero que requieren de las condiciones mínimas para hacerlo y nuestro país no puede otorgárselas.
Cómo hacerlo, si ni siquiera puede cubrir las necesidades básicas de las hijas e hijos de nuestra patria.
Esa es la primera reflexión que debió hacer Piñera antes de recorrer los más de 6.700 kilómetros que separan a Santiago de Cúcuta, en la frontera colombo-venezolana, para satisfacer su pulsión de notoriedad y reconocimiento internacional.
El síndrome de Cúcuta es el germen de lo que vino después, miles de venezolanos desplazándose hacia el sur en respuesta a la invitación abierta para ir a un país libre como Chile, porque las palabras que salen de la boca no vuelven a entrar e inflamaron de esperanza a quienes las escucharon durante el acto “humanitario” montado por Estados Unidos, en febrero de 2019.
Con Iván Duque -presidente de Colombia- a su lado, Piñera debió morderse la lengua, pero no lo hizo, y ahora quiere desentenderse de lo que provocó con frases como: “No puede haber nada más cruel que un gobierno que le niega la ayuda humanitaria a su propio pueblo. No dejo de preguntarme cómo una persona puede tener tanta ambición y estar dispuesto a causarle tanto dolor y sufrimiento a su propio pueblo durante tanto tiempo, por el solo afán de aferrarse a un poder que no le pertenece. Llegó el momento de decir fuerte, claro, que Maduro es parte del problema y no de la solución”.
El chiste se cuenta solo, en octubre de ese mismo año estalló la revuelta social en la capital chilena, entre otras cosas, por el desgobierno, la incapacidad de la clase política para ofrecer soluciones, la corrupción y la sordera.
Presidente Piñera, la violencia desatada este fin de semana contra inmigrantes indefensos quedará en la historia negra de Iquique y su gobierno es el responsable de esa mancha.
Sin duda, parafraseando su vergonzosa intervención en Cúcuta, llegó el momento de decirle fuerte y claro, usted es parte del problema, no de la solución.